El circo de función continua

 



Teódulo López Meléndez

A la política no se puede asistir como al teatro, a ocupar una butaca y permanecer en silencio mientras la obra se desarrolla. En la democracia se nos ha impuesto una estética de manipulación. En las tablas se distinguió entre la verdadera esencia del teatro y el simulacro del espectáculo. En la democracia hay que distinguir entre la representación y quienes quieren sustituirlo por una acción colectiva donde todos actúan. Como diría Artaud, hay que devolverle a la comunidad la posesión de sus propias energías. Los espectadores transformados tienen que aprender a moverse a ritmo comunitario y determinar el montaje de la obra.

Es evidente que los recursos que llamaremos estéticos forman parte del juego político contemporáneo tanto en la personalización, dramatización y puesta en escena. Si bien han sido considerados distantes, estética y política han mantenido una relación en el campo filosófico, como lo comenzó atestiguando Platón hasta los más cercanos Walter Benjamin o el propio Nietzsche. Hay vinculaciones de términos, pues vemos dramatización, simulacros, hedonismo y narración en la actual praxis política.  

Kant definió a la estética como un conjunto de juicios que se realiza a partir del sentimiento y es por tanto subjetiva. Cuando no se tienen criterios o reflexión para juzgar, el espectáculo es convertido en la única realidad real. Cuando cohabitan sentimientos y reflexiones la estética es campo de sentir consciente, como debería serlo la política. Toda estética que excluya la dimensión crítica conduce a la decisión sin reflexión. Jacques Rancière, en su magnífico libro El espectador emancipado, traza un cuadro inestimable sobre la función del espectador colocado como punto central entre la estética y la política.

 Él lo llama la paradoja del espectador, lo que lleva a concluir con una aparente obviedad, no hay teatro sin espectadores. Esto es, si los ciudadanos no tuviesen centrada su atención en el espectáculo que se le ofrece el teatro mismo caería. Rancière nos recuerda que se mira al espectáculo y mirar es lo contrario de conocer. Lo que se nos muestra es una apariencia y frente a ella el espectador no actúa. Este pathos, de símiles entre estética y política, nos muestra al ciudadano inerme, uno que pone en las tablas la auto-división del sujeto debido a falta de conocimientos y de información.

Los espectadores transformados tienen que aprender a moverse a ritmo comunitario y determinar el montaje de la obra. A la política no se puede asistir como al teatro, a ocupar una butaca y permanecer en silencio mientras la obra se desarrolla. En la democracia se nos ha impuesto una estética de manipulación. En las tablas se distinguió entre la verdadera esencia del teatro y el simulacro del espectáculo. En la democracia hay que distinguir entre la representación que nos ofrece el poder y quienes quieren sustituirlo por una acción colectiva donde todos actúan. Como diría Artaud, hay que devolverle a la comunidad la posesión de sus propias energías.

Este teatro que llamamos así por respeto a la estética, pero que más asemeja a un circo de función continua, conduce a la pérdida de toda autenticidad social. Guy Debord, cuyas tesis no desconoce Derrière, insiste en el problema de la contemplación mimética, un mundo colectivo cuya realidad no es otra que la desposesión. Lo que resume en su magnífica frase “el hombre cuanto más contempla, menos es”.

@tlopezmelendez

 

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