Teódulo López Meléndez
Había que determinar cuanta luz
le quedaba al día, de manera que el hombre se inventó el “reloj de Sol”. Era
menester determinar el tiempo restante para la cacería o para llegar a algún
sitio. Como el hombre suele no detenerse, los grandes matemáticos de Mesopotania
dividieron el día en 24 horas.
Llegamos a saber que un día es el
tiempo que este aún amable planeta tarda en girar su propio eje. Los Pontífices
hicieron calendarios hasta lograr hechos inéditos, como que Cervantes y
Shakespeare nacieran en la misma fecha. Por allá en el siglo XIX, en
Conferencia realizada en Estados Unidos, se decidió que había que establecer un
meridiano, único. Llegó el de Greenwich. El día solar comienza así a
medianoche. El cenit al mediodía y A.M y P.M. llegaron.
Cuando se es joven, feliz e
indocumentado, como reza la expresión popularizada, uno puede andar caminando
por la orillas del Támesis y recibir un impacto imborrable, el del rostro de
una mujer, apenas por unos segundos, pero que se instala en la memoria. Sólo a
un joven poeta puede ocurrírsele, después de eso, irse hasta Greenwich y hacer
lo que todos, un pie de un lado y el otro del otro lado de la raya en el piso o
saltar de uno a otro lado asumiendo una ¿atemporalidad? o ¿quizás la visión de
una mujer siempre lejos a la manera de Octavio Paz?
El tiempo está, entonces, medido.
En política hay que medirlo. No siempre el paso de un año hacia otro trae
consecuencias tan determinantes como las de Venezuela. El lugar común recuerda
que el tiempo es inexorable. Ni la voluntad del hombre, llamada en este caso
memoria, puede mantenerlo viviendo en tiempo pasado. Encontré en la última
declaración de Josep Borrel, Comisionado de Política Exterior de la Unión
Europea, una expresión realista sobre como en este país, cambio de año, entramos
en una profundización de “vacío institucional”.
El hombre, en fiesta, se desea lo
mejor para el nuevo período y, si en el anterior le ha ido muy bien, invoca una
prolongación. De lo contrario hay que traer a Einstein sobre aquello de que
quien hace lo mismo siempre recibirá iguales resultados. Admitamos que el
hombre necesita de la fiesta, una donde Rousseau estimaba no se marcaban las
horas, pero aquí hay que reinventar el “reloj de Sol”.
@tlopezmelendez
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