Teódulo
López Meléndez
Los mitos giran entre dioses, monstruos y héroes. Son creencias de una
cultura, buena parte de ellos inducidos, y son consideradas como verdaderas.
Originariamente se les puede considerar un relato oral, mientras en nuestro
tiempo son producto del “marketing”.
Los pueblos antiguos conservan los suyos cosmogónicos (la creación del
mundo), las religiones los teogónicos (el origen de los dioses) y los pueblos
engañados los que simplemente llamaremos poligónicos.
La temporalidad de los mitos es distinta a la de la historia, con
particularidades en los mitos políticos, generalmente provenientes de una
falsificación de la misma. Paralelamente tenemos la leyenda, que es también una
relación de sucesos más maravillosos que verdaderos, aunque con un fondo histórico
que puede ser real, de manera que aquél a quien se ha hecho entrar en una puede
ser identificado. No hay explicación sobrenatural en la leyenda, le basta
relatar lo no comprobable.
Para decirlo con palabras propias de los efectos civilizacionales
actuales el mito es una organización de imágenes. Suele mediatizarse el
político con valores y sentimientos para sostener una acción política de masas,
especialmente si quien los genera pretexta lo que desde su intento de
imposición denomina “revolución”, o “reconstrucción de la república” o “cambio
social”.
Para ello se recurre a la propaganda, a la manipulación mediática muy
similar a la de una arenga militar, lo que le permite tratar de hacer de su
edificación un permanente. Se llega así a hacer del ritual una sacralización
hasta el punto de hacer ver que cualquier resistencia al proyecto de poder en
curso es contraria a la propia identidad y a la propia legitimación social.
La expresión “mito político” es original de George Sorel (Reflexiones
sobre la violencia, 1935). La definición implica que no habrá
movimientos revolucionarios sin mitos aceptados por las masas. El dramatismo
del mito lleva al compromiso emocional dado que otorga significados a la acción
política de sus constructores. Fascismo, nacionalsocialismo y comunismo deben
mucho a sus tesis.
En América Latina apareció, por esa vía, la
divinización del líder populista siempre alzado contra la oligarquía, contra
los enemigos extranjeros que pretenden mancillar la “patria” y contra los autores
de todo tipo de “guerras” contra la pretensión hegemónica. Después de la muerte
el mito tiende a cosificarse lo que hace al pueblo que lo sigue uno ahistórico.
Como el mito político se funda en símbolos no pueden encontrarse conceptos,
apenas un juego para movilizar permanentemente a favor de los herederos del
mito.
El mito político es una subespecie del mito
que traduce todo a sentimentalismo, convirtiendo a la gente en una “unidad” que
atrae, mediante su expansión publicitaria, a nuevos miembros y que permite
movilizar sin la aridez y dificultades de los argumentos teóricos. Esto es, el
lenguaje puede degenerarse, la reflexión echada al cesto de la basura y lograr
la masa mediante la imposición de las imágenes que la creen.
El mito político, su utilización, es un
elemento de retórica discursiva, un elemento estratégico de comunicación para
amalgamar voluntades en torno a la memoria del héroe así construido. Es una
combinación de simbolismo que se hace para el objeto, no una representación,
dado que la imagen transmitida es el héroe mismo. Es obvio que el mito
generalmente se teje alrededor de un “héroe”, uno en el cual sus “hazañas”
integran la combinación misma. La creación del mito político es, pues, un hábil
ejercicio de artificialidad ejecutado por manipuladores, generalmente desde el
poder, pues se requiere una gran presencia hegemónica comunicacional para su
fundación. Una de las vías más utilizadas es la referencia constante a una
figura histórica resaltante y clave con la cual se identifica al mito en
construcción, hasta arribar, como en numerosos casos, a describirlo como de la
misma estatura de la referencia e, inclusive, hasta como superior en la etapa
subsiguiente.
El mito político se corresponde con el
dramatismo, con el lenguaje efervescente dirigido a crear conciencia que el
mito no es el héroe, un ser individual, sino que ahora es todo el colectivo,
uno donde todos son “hijos” suyos.
El mito político es enmascaramiento, un modo
para justificar un orden. Si la política es interrogación cotidiana, el mito
tiende a cosificarse, aunque sirva por un lapso para lograr mediante la
fantasía una voluntad colectiva. Así, pasa a ser la fuente fundamental de
estabilidad del nuevo orden. Antonio Gransci, vecino en este tema a Sorel, el
fundador del término que dio lugar a los grandes mitos políticos que azolaron
al siglo XX, lo considera indispensable para que las multitudes se conviertan
en protagonistas de un proceso real, pues, para él, se necesita “la pasión del
pueblo”. En otras palabras, sin mito no hay expresión real de la teoría
revolucionaria o. si se quiere, no podría haber reordenamiento social.
En el
caso venezolano de la conformación de un mito político con la figura de Hugo
Chávez, la profesora Maritza Montero, de la Escuela de Psicología de la
Universidad Central de Venezuela, (Génesis y desarrollo de un mito
político), partiendo de los sucesos del 4 de febrero de 1992 (intento
de golpe de Estado), traza toda la evolución de este proceso que bien organiza
en apartados tales como marginación de aspectos negativos, abstracción del
condicionamiento histórico, creación de una genealogía mítica, construcción de
una imagen predominantemente positiva, dramatización y polarización más
resistencia a la crítica, conexión entre el proceso de mitificación y la
situación de crisis, marcado componente emocional unido a identificación con el
personaje mítico.
Esto
es, todos los ingredientes que conllevan al mitologema que recrea lo
sucedido, dado que el carácter alegórico conlleva a que a partir de una cosa se
represente y pase a significar otra. Para investigar esta fábula la profesora
Montero realizó numerosos focosgroup para verificar como se incorpora a
la narración el conjunto de representaciones míticas mediante los atributos
conferidos. O lo que es lo mismo, la
interpretación mítica se realiza a partir de categorías extrarracionales
provenientes, sin embargo, de ámbitos no míticos, pero que ignora o se produce
paralelamente a la demostración lógica.
La expansión del mito requiere del establecimiento de un campo de
batalla, vamos a llamarlo polarización, que conforme la expresión de una lucha
feroz entre opuestos.
Quizás
debamos recordar el mito platónico de la caverna donde los hombres encadenados
consideran a las sombras que ven como verdad. El mito político se encierra en
una supuesta transformación de lo vivido y en la posibilidad de dar un nuevo
sentido a la crisis, al contrario de los mitos platónicos o cosmogónicos. Como
es frágil requiere de constantes restauraciones. Un tratadista clásico de los
mitos como Ernest Cassirer (El mito
del Estado, 1945) advierte sobre la invalidez de los mitos para la
fecha en la que escribe, al inicio de la postguerra. Gyõrgy Lukács
(El asalto
a la razón, 1953) señala al mito político como prueba de una ubicación
histórica irracional y de una falsa conciencia. El mito político se construye,
pues, desde una manipulación ideológica.
En su libro
Mitologías, escrito entre 1954
y 1956, Roland Barthes describe al mito como un lenguaje y se pregunta sobre la
existencia de “una mitología del mitólogo”. Existen los
mitólogos, los que fabrican los grandes mitos contemporáneos en pleno siglo
XXI, sin percatarse de la fragilidad y temporalidad de ellos. En Mitos y símbolos políticos, Manuel
García Pelayo nos describe el símbolo político como un antagonismo porque
necesariamente hay que distinguirlo de quienes no lo siguen, generalmente
denominados, agregamos nosotros, como
“enemigos del proceso”, pero al mismo tiempo como elemento de integración dado
que fortalece una “identidad” dentro del mito político creado. Si este carece
de significación los creadores del mito terminan sembrando desintegración. Las
grandes fracturas y las grandes derrotas terminan cayendo como pesadas losas sobre
los países que fueron sus víctimas.
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