Teódulo
López Meléndez
En 1516 Santo Tomás Moro publicó Dē Optimo Rēpūblicae Statu dēque Nova Insula Ūtopia.
Quedaba establecida la palabra utopía como una república óptima en una isla, en
medio de un dominio absoluto de la religión católica, aunque el siguiente año
de 1517 Lutero publicó sus tesis de Wittemberg lanzando la Reforma Protestante.
Moro, frente a la proliferación de
eclesiásticos, plantea un Estado guiado por el Derecho Natural, uno donde
existía igualdad entre los ciudadanos y una pluralidad religiosa. Era del
magnitud el planteamiento que aparece lo utópico, palabra aún de origen
etimológico desconocido (aunque todo indica se trata de un doble juego de
significados extraídos del griego), situada la posibilidad en una isla. No
había, de manera equivocada, la eventualidad de concebir tal sociedad ideal
fuera de un espacio aislado en contraste con la realidad existente. En verdad
el planteamiento “utópico” estaba ya en Platón con La república y en otros
textos griegos. No obstante es de Moro que nos llegan utopía, utopismo y
utópico, un “no lugar”, una idea que tiene en su propia esencia la
imposibilidad de realización, una propuesta modélica imposible de construir.
Este Estado imaginario donde reinan la paz y
la justicia se alza, obviamente, sobre la realidad real inaceptable por
representar lo opuesto. Desde ese lejano 1516 muchas cosas han transformado las
concepciones políticas y la idea de que todos los seres humanos somos iguales
es un principio aceptado, aunque en la práctica se niegue en muchos lugares.
Así mismo, aparecieron las palabras distopía y ucronía, siendo la primera de
invención de John Stuar Mill para describir una “utopía negativa”, esto es, una
sociedad hipotética indeseable. La ucronía, por su parte, es más bien un género
literario donde la novela se sucede a partir de un hecho que en verdad sucedió
de manera diferente.
Sea como sea, la utopía se ha alzado siempre
como un planteamiento que señala una dirección de cambio, aunque sea un sueño
inalcanzable, o como un reflejo de los anhelos de una sociedad determinada, o
como una útil crítica pues muestra los límites de la política existente, o como
el anuncio de la necesidad de actuar en procura de un mundo mejor.
A pesar de la evolución conceptual de la
palabra utopía sigue prevaleciendo la negativa, de manera que se responde
normalmente calificando de utópico aquello que parece irrealizable. No obstante
hay que señalar que la búsqueda de lo utópico es calificable como un hecho
antropológico básico, como expresión fundamental de la libertad, como un motor
de la transformación social.
La utopía, así, aparece como asociada a la
condición humana. La búsqueda de nuevos estadios sociales se hace tarea moral
nacida de una insatisfacción que aparece de manera especialmente fuerte en
momentos de crisis, de derrumbe o de hecatombe de un mundo. Es obvio que la
utopía, posibilidad de edificar nuevos cimientos, surge en la necesidad de un
nuevo orden social. La conformidad con lo existente tarde o temprano se rompe e
irrumpen lo que se han dado en denominar cambios históricos, unos que han
encontrado en el brote de las ideas y de los sueños el combustible necesario
para percibir que no se ha llegado y que quizás sea imposible llegar, pero que
el esfuerzo mismo ha producido transformaciones. No obstante, debemos precisar
que no todo es quimera, sino un posible a buscar.
Un planteamiento de este tipo no constituye
la aparición de una nueva ideología a engrosar la larga lista de los cuerpos
cerrados que pretendían tener la respuesta a todo dentro de sus límites,
axiomas y dogmas. Pueden transformarse en ello y los ejemplos históricos son
abundantes. Rousseau planeaba sobre la Francia de 1879 y Robespierre resolvió
mediante el terror. O El manifiesto comunista derivando en el totalitarismo de
Stalin y de la URSS. No olvidemos, por supuesto, la condena de Marx al llamado
“socialismo utópico” de Saint-Simon, Fourier, Proudhon y Robert Owen
considerándolas irrealizables y apelando a lo que llamarían “socialismo
científico”.
El componente profético de la utopía también
ha llevado a la consideración de las llamada utopías clásicas que se asocian al
fin de la modernidad por basarse en un fundamentalismo metafísico o, por
contraste, al naufragio de las utopías esencialistas sustituidas por unas
antiesencialistas y antifundamentalistas, como en el caso de Vattimo (Nihilismo
y emancipación, 2003), todo como consecuencia de la caída del “socialismo real”
y del desencanto con el neoliberalismo. Quizás la respuesta del pragmatismo con
ideas que reclamamos para el siglo XXI se define como rechazo al escepticismo y
al dogma.
No deja de venir a la mente el Quijote como
un planteamiento utópico, pues en la novela de Cervantes se plantea una
sociedad alternativa. En el terreno de la poesía Marío Benedetti publico Utopías
y Eduardo Galeano dejó dicho ¿Para qué sirve la utopía? / Sirve para
eso:/para caminar.
Los rasgos de la
distopía
Hay quienes
se empeñan, no obstante, en señalar en toda utopía una especie de protofascismo
primitivo y un idealismo opuesto al realismo democrático. Hay quienes, creo, se
olvidan de la distopía, aún admitiendo que toda utopía lleva dentro una. La
perfección de las sociedades humanas puede considerarse utópica, pero no
buscarla es lo que engendra las distopías. El planteamiento de una democracia
posible, por ejemplo, en sustitución de la representativa, es producto de una
insatisfacción y a las insatisfacciones se las debe colocar en el camino de las
transformaciones. El ser humano se actualiza y en su búsqueda especula y piensa
en las nuevas formas. En innumerables ocasiones la vigencia grosera de una
distopía sólo puede enfrentarse mediante el diseño de formas alternativas
sustitutivas y superiores.
No hablamos
de escuelas ni de clasificaciones, de asuntos referibles a lo que se ha dado en
llamar el “pensamiento utópico”. Hablamos de una exigencia mental de
posibilidades partiendo de la base de que las realidades existen para ser
cambiadas. En otras palabras, siempre es posible presentar alternativas a un
presente desagradable mediante la estructuración de nuevos significados y
significantes para los conceptos agotados. Así, democracia no es ya lo que
definíamos en el siglo XX. Ahora hay una perspectiva de empoderamiento, de
control y de ejercicio que busca sustituir a los enquilosados procedimientos de
una burocracia enclaustrada.
La
modernidad, con todo lo que representó de confianza en la razón y en la
ciencia, nos presentó la posibilidad de un progreso continuo e indetenible. La
postmodernidad nos muestra sus fallos y fracasos y la necesidad de inventarnos
el siglo XXI, uno requerido con urgencia de ideas y desafíos. Algunos
consideran el realismo político como el contrario a la utopía social, cuando,
en verdad, el pragmatismo que requieren los tiempos exige más ideas y más
sueños.
Ya está
dicho que no se puede pretender convertir una utopía en una teoría científica.
Es menester recordar que desde el “socialismo científico” lo que nos ha quedado
es la presencia de una ideología, lo que es otra cosa, una y unas absolutamente
agotadas por sus pretensiones de ser cuerpos cerrados de doctrina con
respuestas para todo y, en consecuencia, derivaciones de cárceles al
pensamiento. De ese pragmatismo con ideas que he mencionado debe haber
abundancia de planteamientos a confrontarse sobre las posibilidades de
organización política y económica, sin que falte una ética cívica.
Los fracasos
del siglo XX, y los que se permiten extenderse en estas primeras décadas del
XXI, obligan a lo que mencionábamos, a la confrontación de las ideas como
expresión natural de lo humano, al enfrentamiento de las contradicciones y, en
el campo específico de lo político, a considerar la democracia como una
interrogación ilimitada. Los incumplimientos históricos dieron lugar, y dan, a
las distopías. Seguir jugando a las viejas definiciones equivale a sumirse en
paradigmas agotados y a cancelar toda posibilidad de transformación. Las
distopías son la advertencia, dramáticas y crueles, de los desvaríos.
En su origen
griego “dis” significa malo y “topos” el lugar. En otras palabras, distopía
viene a ser una utopía negativa, es decir, aquel lugar donde se transcurre
indeseablemente, de manera contraria a lo que sería el ideal.
Distópica es 1984 de George Orwell, pero la
creación escritural no se basa en el aire, hay un fundamento real para reflejar
un drama. La advertencia literaria es una cosa, pero las sociedades distópicas
existen. Eso tenía en mente John Stuart Mill,
cuando en 1868 inventó la palabra en un discurso parlamentario.
Las distopías van hacia la derivación
totalitaria, hacia un capitalismo-socialismo de Estado, hacia una mediocridad
generalizada que hemos llamado decadencia y a sociedades que se agotan en sí
mismas llegando al aislamiento y a la propaganda convertida en política de
Estado.
La presentación de una utopía puede esconder
una distopía, o una pretensión de tal. La manipulación –lo que hemos llamado el
poder como estrategia- apunta en ese sentido. La distopía a un conocimiento
profundo de la gente, incluidas las prácticas para lograr su respaldo.
La distopía implica la construcción de un
gigantesco imaginario. El pesimismo, el fatalismo y el miedo son sus logros.
Toda distopía propone la creación de un mundo nuevo, es decir, un
“altermundismo”. Este “mundo feliz” equivaldría a la dictadura perfecta, una
donde el placer sería servir al amo con orgullo.
Una distopía es siempre una patología en la
cual se falsea una historia, tal como se hace con cada momento del presente,
convirtiéndose la irracionalidad en ideología, siempre basada en el “pueblo”,
la “patria” y en la “defensa de los oprimidos”.
En una distopía vemos surgir una nueva clase
que suele ser perturbada con señalamientos de enriquecimiento ilícito y de las
cuales se defiende con propaganda que pretende probar que está en construcción
una utopía.
La distopía repite los lemas de la utopía y
logra lo que esta pretendía desterrar, a saber, la desesperanza, la falta de
humanidad y de sentido vital. La distopía es invasora, amenazando que irá casa
por casa, dejando en claro así que la libertad está limitada.
Sin una oferta de identidad los habitantes
seguirán siendo distópicos errabundos que se la gozan.
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