Teódulo López Meléndez
La irrupción de Internet, y
todas sus variantes técnicas, han cambiado la política. No se trata de
enumerarlas sino de comenzar advirtiendo que su presencia no sólo ha cambiado
la política tal como se presentaba sino también su estructura misma. Es lo que
se ha dado en llamar “tecnopolítica”, una que da formas inéditas al crear
esferas públicas muy distintas de las tradicionales mutando así la propia
naturaleza de la organización social.
A lo largo de los últimos años
hemos sido testigos de todos los esfuerzos por la realización de grandes
movilizaciones, con resultados disparejos, pero también la aparición de toda
una especulación teórica sobre las posibilidades: desde democracia directa,
plebiscitaria o continua, uso electoral, vigilancia sobre las instituciones
públicas y modificación radical de los procesos electorales, construcción de
espacios autónomos y, por supuesto, de modificación radical de la ineficiencia
de las políticas públicas. La tecnología abrió, así, un mundo lleno de
promesas, desde el voto electrónico hasta la eventual construcción de una electronic town hall en una nación
completa.
El planteamiento de fondo, por
encima de los entusiasmos, sigue siendo la sustitución de una caduca democracia
representativa por una participación acentuada que bien puede llamarse
democracia deliberativa o democracia del siglo XXI. Esto es, una democracia,
como la hemos llamado, de interrogación ilimitada, una que implica acceso sin
límites al conocimiento, a la transformación tajante de la relación entre
dirigentes y ciudadanos y a una capacidad de movilización siempre disponible.
Las ciencias sociales, hasta hace poco renuentes al abordaje de la
tecnopolítica, hablan ahora de las multitudes conectadas, unas plenamente
conscientes de sus capacidades y dispuestas a romper las inmensas limitaciones,
de resistencia a la acción común, por parte de las tradicionales y vencidas
maneras del ejercicio vertical de la política. La acción sinérgica se concibe
como organización abierta a flujos y relaciones no fijas sino mutantes.
Sin duda
han sido los jóvenes los que con mayor pasión han asumido la manera tecnológica
de la política. Han demostrado en la práctica su eficacia para la aparición de
nuevas identidades ciudadanas y para la revitalización del protagonismo social
y político, aunque las frustraciones posteriores sean evidentes, digamos por
ejemplo del caso de la primavera árabe. Aún así, son los jóvenes los más
cansados de la pérdida de legitimidad de la democracia, de la falta de
oportunidades y del ausentismo de los espacios deliberativos por la caída
estrepitosa de los mecanismos tradicionales de intermediación. Por la vía de la
tecnopolítica han encontrado la fórmula de retoma de la participación decisoria
en un siglo XXI de alta complejidad, pero también de modelos agonizantes que no
terminan de ser sustituidos.
La construcción de ciudadanía
mediante comunidades virtuales y de software libre, ha hecho renacer un ideario
de la democracia. También, como lo hemos visto en varios sucesos mundiales,
modificando los modos habituales de las relaciones de poder rompiendo todo
control unilateral de la información. Los argumentos críticos en contra señalan
el acceso limitado a Internet o la advertencia de algún teórico de que no basta
la tecnología para resolver la crisis de la democracia, tesis compartible, no
sin reiterar la admisión de que la tecnopolítica permite la edificación de
espacios hasta hace poco impensados que deberán encontrar en una dinámica
interna la superación de la eficiente organización para llegar más lejos, a la
superación de la utopía. No puede haber lugar a dudas que el ciberespacio ya
está aquí como potencia instituyente de nueva ciudadanía.
Es cierto que en muchos casos Internet sigue
siendo una vía desmejorada de alivio psicológico, lo que se llama del “simple
hablar” y que muchos intentos se han hecho fragmentarios, intermitentes o
inconclusos pero, aún así, ha seguido conformándose la interacción no mediada,
el rescate del espacio público, el protagonismo común y, sobre todo, la
construcción de una ciudadanía social. Digámoslo: la tecnología no basta, se
requieren procesos de cambio de cultura política, de la organización de la
esfera pública y de los procesos del pensamiento. Una complejidad que no debe
angustiar.
En la
pre-tecnopolítica
La política se ejercía a la espera de las
decisiones de lo que comúnmente en Venezuela se dio en llamar “cogollos
partidistas”. Se estaba, entonces, bajo el reinado omnímodo de los partidos
políticos, unos en los cuales militar era sinónimo de orgullo y pertenencia.
Los partidos se enorgullecían del número de sus militantes y de su poder de
influencia, uno que se traducía en el “trabajo” de conseguir nuevos adherentes.
En las sedes de los partidos políticos se hacía la política. La irrupción de la
tecnopolítica llevó por ello a la frase, creo que originada en el 15M español,
de cambio de las sedes a las redes.
La política era la encarnación de las
decisiones verticales emanadas de la cúspide de la sede a través de los
mecanismos de organización, una que era recibida como sacrosanta emanación de
“la dirección nacional”, una que se fue endureciendo hasta convertirse en un
cascarón hueco cuyo poder derivaba del acatamiento incondicional.
La no participación en la toma de
decisiones, aunada a la esclerosis en cuanto a toda comprensión de los procesos
sociales y al endurecimiento de costras dirigentes, fue parte de la democracia
representativa y pretecnológica. Lo interesante a destacar es que en Venezuela
se sigue viviendo, dentro de su particular y dramática situación, en el mismo
punto. Tenemos una población inerme que espera instrucciones, bien sea desde
las múltiples sedes o de la sede única donde ha sido implantada el
entendimiento entre todas.
En la generalidad de los países irrumpió la
ruptura de la comunicación unidireccional de arriba hacia abajo, con sus
tradicionales medios de información de masas, a una de redes sustituyendo
sedes, multidireccional, sin receptores cautivos sustituidos por una
multiemisión, emisores en actividad de empoderamiento. Esta irrupción de la
tecnopolítica provocó, sin que examinemos en detenimiento sus logros y fracasos
posteriores, todos los movimientos de que hemos sido testigos, desde “primaveras”
hasta “indignados”.
La
tecnopolítica es, pues, definible como la apropiación de las herramientas
digitales para permitir una acción colectiva, esto es, para permitir la
reapropiación de la política por parte de los ciudadanos en lo que ha constituido
el mayor desafío a lo que denominaremos “vieja democracia”, uno encarnado en un
empoderamiento capaz de romper la verticalidad descendiente y frustrante de la
obsoleta imposición desde arriba. En otras palabras, el avance tecnológico ha
hecho posible la prescindencia de los intermediarios, la emersión de una
conciencia-red con el uso de los elementos telemáticos y, claro está, la
elaboración del relato desde una vocación colectiva.
Si recordamos los episodios donde Internet,
o en particular las redes sociales, ha tenido un protagonismo podríamos alegar
fracasos, pero siempre en las conclusiones, no en el proceso de convocatoria y
de empuje. Se ha alegado que la tecnopolítica, hasta ahora, ha tenido una
manifiesta incapacidad para producir procesos pues tiende a quedarse en el
acontecimiento intermitente o en la carencia de un lugar a donde dirigirse
después de él. Podemos admitirlo, pero el hecho mismo del cambio en la
transmisión cultural hace de la tecnopolítica un fenómeno fundamental de este
tiempo, lo que algunos autores definen como la superación de lo
alfabético-crítico hacia lo pos-alfabético y configuracional. No olvidemos que
con el uso del instrumento tecnológico estamos poniendo en comunicación a
mentes de estructuras internas diferentes y a ratos incompatibles, lo que exige
una mutación de la subjetividad social y la aparición de una socialización de
las multitudes conectadas, lo que exige nuevas maneras de expresión inteligente
y de acción colectiva. Estos “enjambres sociales” no pueden conformarse desde
la simple reacción sino desde la interacción y de la movilización de la psique.
En Venezuela no se ha creado una conciencia
de red, ni modificación alguna en el uso de la herramienta digital y, mucho
menos, la superación de la dependencia del verticalismo que emite coordenadas y
órdenes, ni una coordinación de inteligencias que deje sin efecto el poder
anulatorio de todo proceso de empoderamiento que siguen emitiendo los viejos
jefes de la verticalidad. En otras palabras, el pésimo uso tecnológico que se
da en Venezuela ha impedido la creación de entidades sociales.
Una mirada a las experiencias vividas en
torno a movimientos sociales originados en la red, puede darnos indicativos
claves para comprender la omisión venezolana, como es el caso del 15-M español
reflejado en libros como Tecnopolítica,
Internet y r-evoluciones (Alcazan,Arnaumonty,Axebra,
Quodlibertat, Simona Levy, Sunotissima, Takethesquare y Toret).
En efecto, si miramos la red como
confluencia de comunicación, conocimiento y afecto, elementos de la
subjetividad, debemos tomarlos como componentes de la productividad social y
del común, un espacio donde se puede construir un imaginario y una
autoorganización, una real comunicación intersubjetiva entre singularidades que
en Venezuela continúan aisladas y atomizadas.
En otras palabras, las redes deben servir
para expresar la indignación confabulada en común, (mientras aquí sigue
presidiendo un exacerbado individualismo), no sin advertir que una vez
producida esta se entra en serios problemas de organización. Un elemento debe
ser la organización previa de diversos grupos que van sumándose al tejido de la
red. Sin interconexión de estos intereses particulares hacia un punto de
seguimiento común es imposible el encuentro de los valores colectivos, lo que
conlleva a la recurrencia a los viejos métodos de la pre-tecnopolítica.
La clave parece ser, desde la “primavera
árabe” hasta los movimientos de “indignados”, lo que los analistas llaman
comunicación entre realidades –la virtual y analógica- hasta ir conformando un
proceso de alfabetización digital. Logrado este objetivo se abre la hibridación
de lo común conectado. Esto que en los términos actuales se llama nueva
subjetividad tecnopolítica requiere un cambio drástico en los procesos
comunicativos, empezando por el lenguaje. Esto es, la visualización de un
estado de ánimo generalizado sumido en el aislamiento debe ser abordado desde
la comprensión de la ruptura de la intermediación, desde la multiplicidad de
las conexiones y hasta la aparición de la nueva subjetividad que implica la
multiplicación de la inteligencia colectiva. Es menester transformar el
malestar personal en proceso de politización reunida. Para decirlo de manera
más precisa, las redes deben ser neuronales, sociales y digitales hasta la
creación de un estado de ánimo común.
Los hábitos se modifican, se usan de otra
manera las herramientas digitales y los canales de comunicación se transforman
mediante la conformación del intelecto general. La nueva autonarración debe
atravesar la realidad. En ello el lenguaje juega un papel esencial, dado que a
lo establecido le es fácil determinar enemigos a los que puede encarcelar, pero
muy difícil enfrentar sus contradicciones internas.
Internalizar lo nuevo que viene siempre de
un cambio implica dejar de lado las competencias, como la aparición de la
necesidad común implica olvidarse de la búsqueda de espacios de poder. Lo que
se debe buscar es el conocimiento que aparecerá de la inteligencia colectiva.
tlopezmelendez@cantv.net
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