Teódulo López
Meléndez
Una
decadencia es la extinción de ciertas características de una sociedad, lo que
podemos percibir claramente en nuestro presente. Esa ruptura societal es
también señalada en términos sociológicos como ruina, dado que las condiciones
generales empeoran a ojos vistas.
Fue con La
decadencia de occidente de Spengler (1.er volumen
Viena, 1918; 2.º volumen Múnich, 1922) que se inició formalmente la conformación
de una teoría filosófica del término, aplicada, claro está, a una civilización,
aunque se puede hablar de decadencia de un grupo en particular o de un país. Al
fin y al cabo la palabra implica declive, caída, empeoramiento, deterioro.
Más contemporáneamente
ha sido el historiador norteamericano Arthur Herman en La idea de la decadencia en la
historia occidental (Edit. Andrés Bello, Santiago, 1998) quien ha
vuelto sobre el concepto resaltando el pesimismo como uno de sus signos
identificatorios, pero con afán histórico nos lleva hasta el romanticismo
reaccionando frente a la revolución francesa y pensando el mundo se acababa.
Herman habla de tres paradigmas del pesimismo, el racial, el histórico y
cultural. En nuestro presente de país encontramos una absoluta caída cultural
apreciable sobre todo en los dirigentes emergentes que dan muestras de una
ignorancia conceptual, y en lo social, donde se ha aposentado un típico
clientelismo populista.
Es claro que
el concepto de decadencia es mucho más antiguo y podemos rastrearlo en
numerosos autores, siempre como un decaimiento casi lógico, si por lógica
entendemos nacimiento, crecimiento y caída, como ha sucedido con todos los
grandes imperios. Siempre a beneficio de inventario hay que reconocer en Herman
la negativa a admitir leyes estrictas sobre el tema, esto es, su inexistencia
nos conduce a pensar que frenar la decadencia es una decisión que un pueblo
toma en ejercicio responsable. Lo fundamental es aprender, agregamos nosotros,
que se está en decadencia, pues si esta admisión no puede haber esfuerzo. La
caída cultural y social de Venezuela podría acometerse desde una gran
insurgencia que nos devolviera el control, pero hay que partir de las
admisiones.
Después de la
decadencia algo viene, no es ella el final, aún dentro de un necesario
pesimismo intelectual que se afinca en la realidad. Las teorías sobre la
decadencia son muchas y variadas, generalmente partiendo desde un panorama
sombrío que no puede dejar de lado ni el concepto de poder, dado que este ha
estado sometido a variaciones de fondo por influencia de la tecnología y porque
hoy nos preguntamos si alguien tiene ese ingrediente para modificar realmente
una relación social, que en nuestro caso, luce deslegitimada.
Una
decadencia encuentra en el plano de las ideas su expresión más acabada. Sin
ideas ella es una acción progresiva hacia el oscurantismo que trae, por
añadidura parasitismo. En la decadencia se asiste a una multiplicidad de voces
anárquicas que encuentran vía fértil en las llamadas redes sociales, en una
especie de renacimiento de un individualismo que ya no se expresa en un
consumismo desenfrenado, dado que el modelo económico ha producido además
escasez y carestía. Podríamos concluir en la aparición de un deber social
atrofiado.
Pareciera
signo de Venezuela que a comienzos de cada siglo nos asalte la palabra
decadencia. Bien lo supo José Rafael Pocaterra con sus “Memorias de un venezolano de la
decadencia” (Biblioteca Ayacucho, Caracas). Ortega y Gasset, el prologuista de Spengler, reiteró que una
cultura sucumbe por dejar de producir pensamientos y normas. Sobre los inicios
del siglo XX venezolano se alzaron dirigentes de alta capacidad y formación,
algo de lo que ahora carecemos. Había para el inicio del XX lo q Ortega gustaría
de definir como “ideas peculiares”, unas ideas cargadas a fuerza de ser
pensadas.
Pocaterra no
podía elegir. Estaba frente a un compromiso y lo cumplió a cabalidad, pensando
como debía hacerlo, porque él era el pensador y, en consecuencia, el verdadero
protagonista. Uno de los detalles claves para la decadencia es cuando un pueblo
elige el mito.
Hemos dicho
el concepto de poder no se puede tomar de manera tajante. Podríamos, incluso
interrogarnos, sobre el desafío de Pocaterra al describir la decadencia que le
tocó en suerte, una que necesariamente implica al “poder” que la causa,
conjuntamente, claro está, con todos los demás elementos de antecedentes
históricos y de devaluación del cuerpo social.
Gómez no era
el poder, era una potencia, para usar la sutil e inmensa definición a la vez de
Antonio García-Trevijano en “Teoría pura de la república” (edit.
El Buey Mudo, 2010). La vieja definición de que el poder
absoluto se corrompe absolutamente es válida, pero sus abusos muestran que le
es inherente a su propia naturaleza y que resulta harto difícil puedan ser
frenados por algún poder social (en muchos casos inexistente) o que esa
“potencia” deje de imprimirle la característica que le es propia: hacerse
obedecer.
La
decadencia de comienzos del siglo XX tenía otros antecedes históricos: las
guerras civiles y los caudillos en armas. La de este en el derrumbe de una
partidocracia que se empeña en reproducirse, pero en ambos casos se manifiesta
en una “potencia” salvadora que se degenera, como lo hace el cuerpo social
decadente.
Por supuesto
que de decadencia se habla desde hace siglos. Desde su expresión latina es
declinación, ruina, algo que se aproxima a lo inanimado, desgaste, deterioro,
lo que continuamente empeora. Sin entrar en disquisiciones sobre las teorías
sobre ella podemos aceptar se refiere a lo que va perdiendo su valor e
importancia, a un colapso societal. Tucídides usó la palabra sobre la guerra
del Peloponeso y hasta para la peste que azoló a Atenas. En cualquier caso cuando
hablamos de decadencia en referencia a los procesos sociales podemos clasificar
por intensidades y duración. Esta de la cual nos ocupamos parece intensa y
durable.
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