Teódulo López Meléndez
El trágico
accidente aéreo que costó la vida al candidato presidencial de los socialistas
brasileños Daniel Campos nos mostró a un país. La conmoción fue total, desde la
gente en la calle hasta los más conspicuos líderes políticos, desde el gobierno
hasta sus adversarios. La campaña electoral fue suspendida de inmediato y la
presidenta declaraba duelo nacional.
En suma, un país.
Uno recuerda a los ilustres venezolanos fallecidos sin que un acuerdo de duelo
haya sido emitido e, incluso, hasta las celebraciones poco disimuladas por la
muerte de un adversario o los deseos de fallecimiento para otros. Esto es, un
país que transcurre su drama desalmadamente.
Nos hemos echado a
perder como país. Hemos sustituido la humanidad propia de un conglomerado que
se sabe tal por una especie de incordia incontrolada. La siembra artificial del
odio entre venezolanos, la caracterización de una falsa lucha de clases y la
conversión de la política en batalla sin escrúpulos pesará a largo y hará
difícil el reencuentro de la unidad nacional y el retorno a un juego político
civilizado.
Cierto el mundo no
anda bien. Las matanzas indiscriminadas y las guerras civiles con ribetes
religiosos, la inestabilidad del Oriente Medio, el irrespeto por la vida
mujeres y niños no combatientes, son características que signan al año en curso.
En el escenario de nuestro continente vemos los intentos de pacificación de
Colombia, de una Colombia con más de medio siglo de violencia, un esfuerzo q
conllevaría a proclamar a nuestra América como libre de combates intestinos y
no sin pesar la incomprensión fatal de un sector de sus actores políticos.
El mundo sigue en
su drama: lo viejo no se muere y lo nuevo no termina de nacer o, si se quiere,
los conflictos asemejan a un vertiginoso regresar de épocas históricas
indeseables. En Venezuela hemos tenido violencia y muerte sin que haya
degenerado en un conflicto total, uno que, sin embargo, no podemos borrar del
escenario por arte de magia. Los síntomas son de descomposición social. Baste
mirar a la criminalidad con los cuerpos que aparecen descuartizados o lanzados
a autopistas y ríos. Se mata sin necesidad alguna al objetivo del delincuente
de apoderarse de los bienes ajenos, pero también -se constata en la obviedad de
las noticias- por encargo, por eso que llaman sicariato.
Los índices que nos
colocan en los primeros lugares de la criminalidad mundial muestran una ruptura
de todo freno que incluye desprecio total por la vida humana. Se han roto los
diques. Han caído las paredes de los embalses.
Sin embargo, lo que
los venezolanos llamamos con la generalidad “inseguridad” es sólo un aspecto
del drama. Lo más profundo es que no vemos futuro aceptable, lo que fuerza a la
emigración, al desconsuelo o al encierro preventivo. Los venezolanos solo
recibimos mentiras, acrobacias, desparpajo, distracciones, obra bufa. Los
actores de nuestra vida pública muestran rutilante incapacidad para abrir vías
a las posibilidades, a perspectivas que hagan de la gran enfermedad nacional
llamada pesimismo una curable o desterrable.
Los venezolanos se
mueven en el lamento, en el lanzar su disconformidad como forma de alivio, sin
que se apresten al rescate de un entorno civilizado dentro de lo fáctico de un
mundo revuelto. Siguen ahogándose en paradigmas agotados, en formas políticas
del pasado, en la construcción de liderazgos superfluos.
Por supuesto que el
país tiene tiempo mal, no es una novedad, la novedad –si es que la palabra
cabe- es que sus pesares se acentúan y comprueban que los países no tienen
fondo cuando van en barrena dado que siempre puede ser peor. Es obvio que la
principal responsabilidad la tienen quienes ejercen el poder, más aún cuando se
dedican al pregón de una felicidad inexistente o al abuso permanente de la propaganda
para tapar su ineptitud. Es también obvio que la responsabilidad es de toda una
clase dirigente sin respuestas. Cuando eso sucede corresponde al cuerpo social
asumirse, pero este parece desencajado y maltrecho como para aprestarse a tal
tarea.
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