Teódulo López
Meléndez
Venezuela sigue
empeñada en las mismas discusiones, en un ritornello
ocioso que no es más que tapaderas del vacío.
En Venezuela no se
hace política, se hace albañilería. Se ha convertido al país en una
mezcladora de cemento en medio de la
paradoja de que cemento no hay. La astucia, los cambios de traje, los
retrocesos que muestran una ambición desmedida, se disfrazan de “planteamientos
a discutir” cuando no son más que parches como en la vieja historia de aquel
que metía los dedos en los huecos de la represa para evitar su colapso.
Se exige discutir
las excusas y los acomodos como si de novedosas tesis de salvación nacional se
tratasen. Hasta las acusaciones semejan
cucharadas de albañil tratando de corregir una pared derruida.
El país no requiere
albañiles frisando. El país requiere de grandes movimientos mientras está pleno
de albañiles. El país requiere de ideas, no de simulacros. El país requiere de
obras de alta ingeniería inteligente, no de remiendos. El país no necesita
distraccionistas lanzando al aire bolos para recoger en las esquinas algún
émulo.
El país requiere la
suplantación de los falsificadores. He hablado de las modificaciones sufridas
por las tablas de dividir y multiplicar. Aquí mientras se dice sumar se resta.
Es menester un gran fraccionamiento, que cada quien salga de donde no debe
estar, para confluir en la evidente necesidad de ofrecer al país una nueva
alternativa contra su anquilosamiento en un gobierno de fingimiento y parches y
de una oposición de fingimiento y parches.
Aquí se amontonan
todas las vaguedades, desde “salidas constitucionales” hasta monumentos
religiosos argüidos como atractivos turísticos, desde repentinos “darse cuenta”
de que la organización adversada en verdad tiene todos los planes para liberar
a los presos hasta la repetición de frases empalagosas y vacías. La única
posibilidad es realmente la conformación de un gran movimiento político que
asuma la totalidad de la república por encima de los bloques levantados por los
albañiles de turno.
El país oye las
cucharadas de los albañiles sobre la pared derruida como un ritmo cadente que
ayuda a su siesta. De paso, los corea. Cada paletada levanta seguidores. La
profesión de albañil es muy respetable, pero la de político es otra. La del
político es vislumbrar las salidas por encima de la monotonía de los ganadores
de tiempo e, incluso, por encima del país que corea las paletadas de los
albañiles y por encima de los fabricantes de imagen en un marketing político que
sustituye a la política.
El país está
inmerso en una era de falsificaciones. Más allá de “era” como espacio de tiempo
quizás la palabra nos asalta como pequeño terreno donde se machaca, en este
caso a un país absorto y minado por los engañifitas. En realidad aquí el tiempo
no cuenta. De esta pésima obra se hace una reproducción infinita, diríamos que
un “clásico”, pero ello equivaldría a un uso injusto y deleznable del lenguaje.
En verdad no hay nada de clásico, no podemos recurrir al griego Theatron pues su etimología es “lugar
donde se mira” y este país ha pasado a ser el lugar donde se falsifica y no se
mira.
Los saltimbanquis
siguen en las esquinas aprovechando el tráfico detenido esperando se les metan
votos en sus sombreros de pedigüeños, mientras el país lo que requiere es
destino. El destino pasa por una recomposición total, por lo que hemos
denominado rebarajar las cartas, por el
despido de los actores de esquina, por dejar los fingimientos de mal teatro y
la asunción del país como supremo objetivo de nuestros intereses.
Fingen, se inventan
planteamientos trillados y repetitivos porque esta clase dirigente carece de
imaginación. Se usan latiguillos más propios de la publicidad comercial para
tapar la total falta de ideas y para justificarse en una sobrevivencia
artificial como actores de la política y de lo político. Este es un pequeño
terreno donde nos machacan. Estamos, en efecto, en una era, en una donde el
principal mineral es la falsificación.
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