Teódulo López Meléndez
El país se inunda de simulaciones vestidas como
propuestas. El país ve correr tinta con supuestas alternativas que no son más
que justificaciones inventadas para el ejercicio vacuo del diario acontecer de mantenimiento. Estamos en una discusión
estéril sobre “salidas constitucionales” y demás yerbas aromáticas entre las
cuales no faltan las violentas.
El país lo que recibe es una tormenta de
distracciones, de diseños de “caminos verdes”, de políticos de segunda tratando
de mantenerse en la palestra. Este país parece una gran fábrica de fuegos
artificiales. Como ya lo es de dinosaurios ejerciendo el poder desde gríngolas
ideológicas y con apego a normas jurásicas.
El caos es el cierto vertedero de cada día, con líneas
aéreas suspendiendo vuelos, negándose a fletar aviones al Estado maula o con la
suspensión de otros por retaliación. Sólo de apariencia el caos es aéreo, pues
si se mira bien lo es también terrestre y marítimo para usar una imagen que nos
indique que anda por todas partes, como yedra venenosa. Podríamos asegurar que
el caos es existencial.
El país tiene, o debería tener, conciencia, de que la
posibilidad del escape es sólo suya, que sólo él puede desarrollar la
concentración de energía necesaria para producir un cambio histórico, pues de
cambio histórico se trata más allá del planteamiento simple y llano de
obstinación frente a un gobierno y frente a quienes se le oponen desde la
socarronería.
La única posibilidad es la de la constitución de una
gran fuerza organizada que imponga a los actores del drama una voluntad y un
camino, mediante un ejercicio serio de política, con estrategias y tácticas
adecuadas de una presencia incontrastable.
Ese movimiento tiene que ser hacia el centro, pues los
extremos han asumido hasta la paranoia sus habituales desvaríos. Ese centro
tiene que estar definido por el pragmatismo, uno que conduzca a la asunción de
las posibilidades que nos quedan sin pensar en definiciones ideológicas
congeladas. Ese pragmatismo debe estar centrado sobre férreos principios éticos
y sobre las ideas, porque la acción política sin ellas es bastarda.
Las ideas deben ser sobre una definición de país, de
uno donde se puedan combinar en armonía las diversas variantes, las actualizaciones
de la teoría democrática y económica y la asunción plena de una realidad
marcada por el tiempo: este es el siglo XXI y no podemos seguir con praxis
añeja y desvaríos propios del pasado.
Es esa conformación la única manera de imponerse a los
actores del presente dramático. El país no puede continuar como uno enceguecido
de bandos ni de bandos de los bandos. Se requiere una convergencia de
centroizquierda y de centroderecha con eje en el centro. Tengo tiempo
llamándolo “unidad superior” y también como “tercera opción”, que ya en verdad
no es definible como tercera sino como “la” opción.
Se requieren voluntades, como el despertar de la
inteligencia nacional de su sueño absurdo y de omisión. Se requiere una “unidad
superior” que entienda somos un país en emergencia, un país aún. Se requiere
los ciudadanos se arranquen los anteojos de suela, alcen la mirada y perciban
que la respuesta no está en los arranques sinuosos de una clase política
moribunda sino en ellos mismos.
Es una tarea difícil, no por falta de
conceptualización ni por realpolitik
de su procedencia, que es tan obvia que lo proclama a gritos frente a la
sordera, sino por un adormecimiento impuesto a la gente, uno que cree no existe
cuando sólo se dedica en verdad a gritar su inconformidad en vano. Mientras,
estamos expuestos a los avatares, a las sorpresas que el transcurrir de este
drama pueda traer consigo. Si dejamos al azar o a los imprevistos que la
historia suele acobijar, se nos impondrá otra realidad sin que hayamos hecho lo
que debíamos hacer por construir una, porque los pueblos despiertos construyen
realidades.
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