Teódulo López
Meléndez
Un campeonato
mundial de fútbol centra la atención. Ello es inevitable. El deporte que mayor
pasión despierta ocupará los titulares y las conversaciones, quizás como una
especie de poción o tal vez como una pomada para músculos adoloridos.
Hasta los hechos
políticos se describen como acciones frente a un arco y los parroquianos
ensimismados llegarán a afirmar que Giordani le metió un gol a Maduro o que en
el equipo contrario parecen asomar la dispersión y las contradicciones,
mientras se observa a Dieterich diciendo palabras duras a su nuevo e inesperado
compañero de intereses.
Giordani es bien
descrito por Dieterich como un anticuado, como alguien anclado en una ortodoxia
vencida, en un sistema de juego periclitado pero, como todo caído, Giordani
produce el documento que cree absolutorio en esa búsqueda desesperada de un
veredicto en que el árbitro llamado historia no podrá recurrir a la tecnología
como en el caso del Mundial que nos ocupa.
Ese tipo de justificaciones
posteriores, signadas por la gambeta de “yo lo dije” o “yo lo advertí” jamás
entran en el resultado final del partido. Producen los calambres del caso,
generalmente atribuidos por los especialistas a temporadas muy largas en sus
respectivas ligas. En efecto, Giordani venía de una larga, de una de donde
pretendía construir las bases de un utópico “socialismo del siglo XXI” que
pasaba por la destrucción del aparato productivo sin entender, porque el viejo
Marx se lo impedía, que hoy deben convivir diversas formas de determinar ese
equipo sensible llamado economía.
Por su parte,
Dieterich hace de aficionado en desengaño contando semanas de vida a su
anterior equipo, en actitud del párvulo decepcionado que en el fondo de su
corazón cree que quienes fueron sus jugadores no supieron interpretar la
estrategia del juego.
Mientras los
afectos de las desafortunadas “paredes” y de los pases fallidos parecen
disminuir en eso denominado “el conservar el poder une”, los balones del otro
equipo son sólo patadas en desorden, despejes a los laterales, incongruencia
violenta que recuerdan al Pepe portugués. Los gritos al viento es lo que se les
escucha mientras las tribunas apenas comienzan a tomar conciencia están
presenciando un juego entre equipos de tercera categoría.
Suele suceder que
los equipos que llegan jamás han debido llegar. Entre escribir una crónica
sobre los males que aún esperan a la economía venezolana y sobre las penurias
que se asoman en el horizonte, agrandadas en relación a las actuales, quizás
los venezolanos agradezcan dejar el televisor encendido sin nadie que mire
mientras se refugian en la cocina haciendo el inventario de lo disponible.
No hay
rectificación posible en el régimen. Sigue su marcha sin variantes, apenas con
la entrada ocasional del conjunto médico a poner algunos anestesiantes o con la
práctica de cambiar de posiciones en el campo a los mismos jugadores agotados.
A esto último lo suelen llamar cambio de gabinete. Alguien ha dicho, con
asertividad, que lo peor que le puede pasar a un político es que sus compañeros
comiencen a admitir que lo que le dicen sus ex compañeros es absolutamente
cierto.
Los partidos de
fútbol suelen dejar en el país del equipo derrotado un pésimo sabor de boca, un
desengaño, una tristeza. Cuando son dos los equipos derrotados se deja este
intento por escribir una crónica para escribir un veredicto: la renovación debe
ser total, la evolución de las categorías menores hacia la selección nacional
fue fallida, es menester el país en crisis se reproduzca en otros seleccionados
y las direcciones técnicas sustituidas.
Aún quedan octavos,
cuartos, semifinales y final. Aún queda juego. Uno donde este país vinotinto
puede enmendar, si es que desde las tribunas donde se ha escondido le sale un
aliento no para gritos estériles a los jugadores descartables, sino para
asumirse como el jugador.
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