Teódulo López
Meléndez
La mirada se dirige
preferiblemente a los espectadores y no al espectáculo. Haberles dicho unos
cuantos lugares comunes alimenta la catarsis. Como si de un debate electoral se
hubiese tratado se apunta a la victoria, lo que, obviamente, no considera algún
resultado. Como si de una primarias hubiese sido se toman preferencias por
quien supuestamente estuvo mejor. El “oíste lo que le dijo” se enarbola entre
risas nerviosas. Se exceden algunos al proclamar que fue el enfrentamiento
entre civilización y barbarie, mientras otros establecen como vendetta conseguida haber interrumpido
al especialista en “cortar” micrófonos en el remedo de Parlamento que maneja
como pulpería de pueblo y, en consecuencia, haber hecho justicia a los
diputados que no saben si algún día podrán hablar como se debe. Algunos se
transfieren al boxeo y hablan del primer round con la elegancia que suele
acompañar al desparpajo superfluo.
El país se aplicó a
comentar durante el día el capítulo anterior de la telenovela. Es su hábito
desde que este subgénero irrumpió para quedarse. Se omitió el cartel que suele acompañar
a todo reality show, el que indica
que no todo lo presentado se compagina con la realidad o que algunos hechos
fueron cambiados para proteger a los inocentes. En el imaginario colectivo la
palabra “diálogo” fue rápidamente cambiada por la palabra “debate”, cambio
lingüístico no siempre apreciado por los escasos de vocabulario.
Aún así, hay que
mirar al debate. Aquí no hay elecciones, a no ser las convocadas previamente
para sustituir a los alcaldes de San Cristóbal y San Diego, presos políticos sobre
los cuales el llamado a votar indica seguirán presos, siendo la libertad una de
las “condiciones” establecidas para retomar la rutina de un régimen dictatorial
que avanza y de una oposición formal que desea el tiempo pase para llegar a una
nueva elección o a eso que llaman “salida constitucional”. El mundo celebra el
inicio, dejando atrás todos los avances y eventuales pronunciamientos sobre la
realidad del país. En la calle se cometen torpezas, como una huelga de hambre.
Uno vuelve inevitablemente a los espectadores para concluir que los indicadores
apuntan a que se sienten muy bien representados en la clase política mostrada
en pantalla, mientras otros nos consolidamos en la tesis de que las
posibilidades del país pasan por defenestrarla.
En medio de la
confusión uno llega a recordar que el extraño lenguaje del régimen de ponerle
femenino a toda palabra se aplica en un caso del Derecho Mercantil, donde bien
se podría hablar de protesta y de protesto, siendo este último un documento
para dejar constancia del no pago de un efecto de comercio. Mientras, sigue
desaparecida la periodista Nairoby Pinto, en nuestra opinión un hecho de
extrema gravedad.
Me asalta la
infancia. Recuerdo de pequeñín el jingle que sonaba incansable repitiendo “Marcos Pérez Jiménez, presidente
constitucional”. La invocación a la Constitución es, desde cuando tengo
memoria real porque la remota la tengo de esa costumbre que los venezolanos no
practican de leer historia, una acción recurrente de la política, hasta para
permitir a uno de los Monagas exclamar que ese era un librito que servía para
todo. Uno recuerda a la presente evaporada y algunos conceptos básicos como las
normas primarias que permiten una convivencia de un cuerpo social que sabe de
la referencia a la hora de administrar los conflictos propios y necesarios de
la política.
El país persiste en
un punto peligroso. La economía sigue allí, con su carga de molestias y
déficits. Los estudiantes, sobre los cuales las cifras espantosas prueban que
jamás habían sido tan golpeados contando desde que Colón avizoró estas tierras,
siguen allí, con errores propios de la juventud, pero incansables. La
ratificación explícita del régimen sobre su encierro apunta a un gotero medio
tapado a la hora de soltar una concesión de libertad o una ligerísima
corrección del rumbo. El conflicto está intacto. El país no.
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