Teódulo López
Meléndez
Es obvio que estoy
usando para titular “El sueño de una
noche de verano” de Shakespeare, por la sencilla razón de haber sido lo que
me asaltó automáticamente con lo sucedido en la Plaza de Francia la noche del
17 de marzo.
Es paradójico, pero
no tanto, que se vaya hasta el maestro inglés para escudriñar en un proceso de
psicología social del siglo XXI. De aquellos tiempos en que uno decidía leer
completo a Shakespeare a estos en que uno recuerda la emblemática plaza se
llama “Francia” parece haber pasado una eternidad. Al fin y al cabo Shakespeare
no debe su grandeza a un azar y uno no tiene la memoria para recordar con
exactitud la trama de la obra que citamos; menos las ganas.
Una toma militar
desproporcionada en la madrugada y en la noche una aparición de señoras
rezando, una convivencia nocturna que es calificada de entendimiento
cívico-militar y un estallido de celebraciones por la reconquista del lugar, un
festejo que se anuncia como actos de protesta que abarcarán desde lo cultural
hasta el ejercicio democrático a ella y una proclama de un pueblo que sin miedo
vuelve a la civilidad frente al militarismo. Así bien podría enunciarse lo
acontecido desde la óptica de un espectador de los mercados de Londres donde
Shakespeare complacía a los buhoneros de la época y a sus fieles compradores,
mientras nadie oteaba que ese autor ejercía una penetración fuera de límites
que le merecería la inmortalidad.
Bien podría leerse
la obra desde otro ángulo: En el fondo la gente acude a celebrar el cese de la
violencia que perturbó su sueño, lo martirizó con incendios y barricadas, con
ataques a sus viviendas, con la presencia de la muerte y del abuso. Podría
leerse como un agradecimiento por el cese de la perturbación y sí, como un
pacto cívico-militar, como uno que hace evaporar esa realidad perturbadora y
permite de nuevo la protesta que nada cambia. Esta lectura no agradaría a los
“guarimberos”, pues bien podría entenderse como la aceptación al regreso de un
Tomassi de Lampedusa que demuestra que todo ha cambiado para que sobre el
asunto de fondo se establezca lapidaria la sentencia de que nada ha cambiado.
La interpretación
de los textos es siempre polémica. Hasta en los métodos. El presente llega
hasta la psicología social, pero para los lectores –y menos para ese
historiador del futuro al que creo facilito la tarea- quizás lo importante sean
las consecuencias políticas inmediatas y mediatas de un espejismo en una noche
de Altamira, dado que las consecuencias sobre la evolución inmediata pasarán
por las retóricas preguntas de quién ganó y no sobre la manifestación de un
pueblo que anhela la paz –anhelo perfectamente comprensible- y que la practica
reagrupándose en ella asumiendo los viejos fracasos, mientras condena los
métodos violentos que, hay que decirlo, tampoco indicaban absolutamente nada en
la evolución de esta triste historia de la cándida Eréndida.
Es que esta
historia de Eréndida partió de los errores, de unos que fueron olvidados en
honor a la vieja sentencia de que una vez montado el potro no conviene
desmontarlo o de la realización de invocaciones al azar o a esas perturbaciones
que en la historia suelen llamarse imprevistos. La catalogación es inmediata:
mezcla de apresurados con timoratos, de coraje sin par que lleva el nombre de
nuestros muertos y de reticencia cobarde de los pronunciadores de frases de
ocasión, de un pueblo que perdió el miedo con un liderazgo que oculta el suyo,
de una vocación libertaria con otra de acomodo. Y yo recordando que la plaza se
llama Francia y otros soltándome frases
como “recuerda este es un saco de gatos” o eso de “recordar la plaza se llama Francia
es de un intelectualismo fuera de tono”. Los senos de Marianne queden a buen
resguardo.
El peregrinaje por
el desierto hace ver espejismos. La sed insatisfecha, el aire refractando la
luz, la interpretación de los observadores, el agua que está allá una simple
ilusión. Los psicólogos sociales creo hablan de espejismos emocionales. La
periodista Laura Weffer escribió un texto sobre la plaza que fue censurado, lo
cual no entiendo porque en verdad era una penetración singular sobre la fauna
humana, desde el que creía en la búsqueda de la libertad hasta el que solo
buscaba compañía. Quizás la plaza no deba llamarse Francia. Debe ser recordada
como Altamira, la de Gallegos.
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