Teódulo López Meléndez
Los
estudiantes suelen ser la vanguardia, el catalizador de los procesos políticos
que generalmente son llamados revolucionarios, pero ellos jamás han tenido el
poder, en ninguna parte del mundo, de concluir en la implementación de un salto
hacia adelante. Quizás la vieja expresión “estudiantes no tumban gobierno”
sirva para ilustrar que se requiere el subsiguiente acompañamiento de las
multitudes –unas en acción no en “mostración”- para que la revuelta trascienda
lo esporádico o se convierta en no más que un efímero sacrificio donde la
voluntad de los jóvenes paga un alto precio.
La
situación venezolana conlleva más que todo a pensar en grupos de estudiantes
organizados más que la aparición de un gran movimiento estudiantil, porque si
él existiese uno de sus pasos claros hubiese sido convertir la universidad y
exceder las peticiones tradicionales de libertad para los que fueron cayendo en
las garras de los organismos represivos. Ha brotado, no obstante, y hay que
admitirlo, una vanguardia estudiantil que ha tenido el efecto de politización
creciente del cuerpo social, aún insuficiente para provocar transformaciones.
Uno
de los últimos gestos del régimen dictatorial venezolano ha sido la del apelo a
los “campesinos”, a un intento de ruralizar la situación conflictiva visto que
las protestas son urbanas. Los “rurales” son presentados como los nuevos
agentes productivos, no sabemos si con la intención oculta de tratar de
convertirlos en una especie de nuevo frente de defensa del régimen
paralelamente a los llamados “colectivos”, unos que ya aparentemente desecharon
cualquier control sobre ellos. En cualquier caso, el intento ruralizador no es
de pertenencia exclusiva del siglo XIX, pues los podemos encontrar hasta en
algunos casos de Europa Central ante la inminencia de la caída del poder comunista.
La
situación del régimen parece la de convivencia de micro-poderes dictatoriales,
dado que no se requiere de información privilegiada para saber donde cada uno
de ellos tiene su parcela de influencia, o donde la mezcla de intereses sirve
de cemento a las obvias discrepancias. La tentación de lanzarse sobre el otro
aún no ha aparecido, pues aún prevalece la necesidad de defensa de lo que es el
valor superior, léase el poder, aunque en los acontecimientos del diario
podamos encontrar acciones de ejercicio en solitario por parte de las facciones
por ahora unificadas en la defensa del único interés común.
Las
Fuerzas Armadas, por lo que les corresponde, aún no han tenido el desafío
mayor, esto es, someter a inventario los pro y los contra, contabilizar los
costos y beneficios y dejan a uno de sus componentes ejercer, en comandita con
los civiles armados, la represión que aún les parece acomodada a parámetros
admisibles, aunque a nosotros, la población civil, la brutalidad de disparar
perdigones en la cara o insistir contra un muchacho caído nos parezcan
flagrantes violaciones a los derechos humanos. Y digo a nosotros, porque muy
pocos en el mundo han ido más allá de pedir diálogo recitando una especie de
catecismo que tienen guardado para cuando quieren manifestarse sin que sus
manifestaciones tengan efecto alguno. La gran decisión militar llega cuando el
desbordamiento y la inestabilidad son tales que deben decidir entre la matanza,
léase genocidio, o una especie de neutralidad sin que ella implique dejar de
estar atentos a la toma directa del poder. Ahora lo ejercen por persona
interpuesta pero los generales, porque a ellos nos referimos, siempre deben
cuidarse de los cuadros medios, dado que suelen ser ellos los protagonistas a
la hora de las decisiones verdaderamente con efectos tangibles. Por lo demás,
una división de las Fuerzas Armadas es siempre el ingrediente determinante de
una guerra civil.
La
caída de una dictadura no trae paz y tranquilidad. Es simplemente una premisa
para la posibilidad de cambios sustanciales. Una revolución política no es una
revolución social, pues las primeras suelen tener como único objetivo la caída
de un régimen, lo que hace dificultoso prever la segunda, dado que la caída de
todo gobierno por medios revolucionarios abre la espita a las luchas por el
poder entre las distintas facciones y a una consecuente inestabilidad con
buenas probabilidades de ser tan violenta con el hecho concreto que la
permitió.
La
hipocresía internacional no tiene nada que ver con acciones honestas de defensa
de la democracia, de los derechos humanos o del afecto por un pueblo sometido a
vejaciones. Veamos cómo hemos asistido en los últimos días a la reiterada
práctica de expulsar funcionarios diplomáticos o consulares norteamericanos, lo
que produce decisión similar desde Washington, para que el inefable canciller
venezolano hable de “retaliación” en su
siempre desconocimiento de los términos apropiados. Sin embargo, la posterior
declaración del Secretario de Estado Kerry reiterando la voluntad de su país
para proceder a la normalización de relaciones y lamentando “tengan ya
demasiado tiempo deterioradas” es la muestra más fehaciente de la duplicidad,
pues implican que en sus cálculos no está la caída inmediata del régimen
venezolano y, en consecuencia, debe arreglarse con él. Por cierto, y de paso,
un desmentido a la supuesta injerencia gringa en las últimas acciones
protagonizadas por el duramente golpeado pueblo venezolano.
Las
premisas suelen también ser revolucionarias. Como la economía.
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