Teódulo López Meléndez
La filosofía se ha preguntado desde siempre
donde se construye la cultura política de un cuerpo social, apuntando, entre
varias, a la experiencia cotidiana de la gente, a lo que le toca vivir, esto
es, a los micromundos de los valores.
La política no es así uniforme, pues se deriva
de una práctica constante en diferentes contextos, lo que da lugar a variedad
de normas no por obligación compartidas. La política es precisamente lo que
podríamos denominar el lugar de reunión para tratar los asuntos de interés
común, lo que implica un respeto por la pluralidad.
En términos contemporáneos, la discriminación
significa prejuicio, intolerancia, ceguera ante las virtudes de lo que no es
idéntico a sí mismo. Nos hemos habituado a actuar por medio del concepto del
enemigo. Hay una tendencia a ordenar los fenómenos políticos por sus efectos
inmediatos, como en el caso de la propuesta de una Constituyente que en verdad
sólo tendría por objetivo ordenar el fin del período actual de gobierno antes
que redactar una nueva Constitución. Las inmensas dificultades de convocar a
tal asamblea son obvios, pero aún así hay un pecado original en la propuesta,
una que ignora que el incumplimiento del texto vigente no es culpa de ese texto
y que va a otro problema de fondo: que no es posible aquí que esa violación por
parte de alguno de los poderes constituidos sea subsanada por los magistrados
de la jurisdicción ordinaria. La Constitución puede contener mecanismos de
resolución tales como referendos o abrogaciones, pero el camino real de una
crisis del poder estatal suele llevársela consigo.
Esa constante apelación al artículo 350, uno
que podría estar o no estar en el texto actual, dado que el principio básico sigue
vigente aún sin él, pues se trata de un principio
de Derecho Natural, indica el olvido de una situación mucho más grave: hemos
llegado a tal punto de violaciones que puede alegarse la ruptura del contrato
social básico, la práctica inexistencia de un ordenamiento que conjugue la
convergencia de todos los ciudadanos en un acuerdo general de convivencia.
Apelar a un artículo de la Constitución evaporada para resolver la crisis ha
llegado a convertirse en una paradoja. Los sucesos de ruptura del poder
establecido generalmente vienen de un acuerdo de partes de la sociedad que se
manifiestan de manera abrupta y sin orientarse por caminos preestablecidos.
Las “revoluciones” son un corte violento en
procura del establecimiento nuevo, pero el presente régimen venezolano no se
encuentra ya a gusto en lo que estableció, léase Constitución del 99. En verdad
si alguien podríamos denominar como el mayor interesado en convocar a una
Constituyente, en procura de un nuevo establecimiento, es al régimen, mientras
la paradoja nos conduce a una oposición apelando al texto vigente como único
instrumento para tratar de evitar el siguiente salto del poder hacia un nuevo
“establecido” que le permita conservar todos los visos de un orden jurídico
respetado.
En este
cuarto de espejos deformantes en que se ha convertido la política venezolana -
dónde unos se ven más gordos o más delgados conforme al elegido para mirarse-
la política se hace incognoscible y no más que un mero señalamiento burlón -lo
que no evita su sentido trágico- dónde las reacciones hormonales se confunden
con severas tomas de posición. Aún así, la paradoja apunta a que quienes son
conservadores hacen lo posible por conservar mientras parecen radicales
dispuestos a tumbar a un gobierno y quienes se alegan revolucionarios se ahogan
en falsas contradicciones sobre debilidad o radicalismo en su siguiente paso,
no más que confusión propia del pecado de la ideologización exacerbada.
Una de
las manifestaciones más obvias de los espejos deformantes fue convertir en ley
el llamado “Plan de la Patria”. No entremos en supuestas violaciones
constitucionales, pues si sigue el hilo de mi argumentación ello ya sería
literalmente irrelevante. Implica, más bien, una autosatisfacción erótica, la
fijación de un espejo. La otra “ruptura”,
la que vivimos estos días, de verbo encendido y disfraz de rebelión,
algo así como la danza de los espejos que se intercambian.
Terminó el
viejo uso de los espejos como reflejo fiel de la imagen de quien se le pone
delante. Lo mataron los espejos deformantes de un circo asociológico. En esta república es mejor preguntarle a quien
tenemos al lado cómo nos ve. Esto equivale a mirar la cultura política, el
micromundo de los valores, a la experiencia cotidiana de la gente que la hace
cuerpo social. También se le llama política.
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