Teódulo
López Meléndez
El país gira
sobre un planteamiento ideológico trasnochado que implica el abandono de todo
pragmatismo. No se informa sobre cifras o sobre logros o sobre lo hecho o lo
que quedó aplazado. Se le habla de una ideología que, como tal, debería
contener en su seno todas las respuestas o, al menos, sustentar una vía donde lo inédito se iría
resolviendo en base a la imaginación improvisada.
La ideología
es un bloque cerrado del cual es
imposible apartarse porque, aún en las dudas, su magia interna dará las
respuestas, es lo que se nos dice. Contrariamente a la realidad del
pensamiento, a las exigencias del siglo XXI, a la apertura mental que exige el
tiempo presente, se nos pone, en las narices de un país en crisis, una
ideología supuestamente omnímoda, una que recurre a citas de una ortodoxia
pasmosa matizada con los relámpagos mentales del militar que la trajo a
colación.
Mientras el
mundo se mueve sobre los cadáveres de las ideologías, en Venezuela el cadáver
de una ideología se convierte en el anuncio fundamental que se le hace al país.
Los corsés ideológicos cayeron y sus restos desmenuzados por la acción
implacable de la naturaleza no son más que detritus, viejos textos clásicos de
los cuales nutrir la historia del pensamiento o viejos principios conceptuales
útiles apenas para derivar un pensamiento absolutamente distinto sobre los
viejos temas de lo humano y de lo social.
Nadie habla
de dejar de pensar. Una cosa es pensar y otra mantenerse aferrado a una
evidente falsa ideologización. La falsa ideologización impide atacar los
problemas puntuales, entre los cuales cabe anotar la indispensable armonización
de los factores sociales en procura del bien común. Más que nunca se requiere
pensar. Más que nunca se requiere tener meridianamente claro un proyecto de
país y he aquí que nos encontramos con uno de los dramas fundamentales del
presente venezolano: quienes están en el poder mastican ideología y quienes se
le oponen carecen de ideas sobre el futuro, limitándose apenas a un proyecto de
restauración de los términos clásicos de la obsoleta democracia representativa.
Ideologizar
en la segunda década del siglo XXI equivale a un proceso de corrosión del
verdadero sentido del pensamiento, a uno tan grave como encerrarse en el
pragmatismo de una acción política que sólo mira a la obtención del poder. Si
se unen ambos, ideologización para conservar el poder, no veremos otra cosa que
un neototalitarismo caracterizado por una vergonzosa incapacidad de resolver las necesidades fundamentales de
la población.
El
pensamiento no procura el establecimiento de fronteras rígidas, una especie de
altas murallas dentro de las cuales se encierra una verdad incontrastable. El
pensamiento es apertura, motivación al desafío, procura de hacer ciudadanos en
el sentido de vigilancia sobre el poder y de facultad crecida de decisión sobre
los caminos comunes a tomar. Las ideas son para evitar la caída en una acción
política determinada por la banalidad, por la inmersión oscura en una
cotidianeidad oprobiosa, en un desgarramiento cotidiano sobre lo
intrascendente.
Pragmatismo
es hacer en su momento lo que conviene a los intereses colectivos, no el
propósito determinado de recurrir a las habituales triquiñuelas para obtener el
poder o para conservarlo. Y ese pragmatismo se ejerce dentro de un corpus
abierto de ideas absolutamente claras del país que se desea. El requerimiento
de los tiempos es, pues, la de un pragmatismo con ideas, no la del encierro en
las manos de restauradores de viejos cuadros deteriorados. Si se quiere
invertir los términos, la ecuación lo soporta perfectamente: ideas con
pragmatismo.
Es imposible
gobernar hoy desde el encierro ideológico como es imposible para quienes
pretendan constituirse en alternativa hacer oposición sin ideas. Siempre
vencerá el que presenta el tinglado ideológico. En este cuadro de inmovilidad
el poder seguirá siendo poder y la población inerme se debatirá a diario sobre
las banalidades, en una incapacidad de alzarse sobre el juego macabro de los
aparentes polos opuestos que conjuntamente, uno desde su fatídica
ideologización y el otro desde un reclamo de restauración, construyen a diario
gruesas murallas que impidan la salvación de las ideas que sitian.
Lo hemos
vivido a plenitud hace pocos días. El discurso del presidente en funciones
Nicolás Maduro no fue ni “memoria” ni “cuenta”. No fue más que un compendio
ideológico, uno que da una patada en el trasero al pragmatismo requerido y que,
en consecuencia, no puede conducir a nada más que a un fracaso de la acción de
gobierno. Una vez más reclamamos y replanteamos, como única posibilidad de
superar el presente, una alternativa basada sobre un pragmatismo con ideas o,
si se quiere, de ideas con pragmatismo.
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