Teódulo López
Meléndez
Es obvia la relación entre política y conflicto.
Cuando hemos abordado el tema hemos procurado obviar, en la manera de lo
posible, la doctrina filosófica y
jurídica que viene desde los tiempos más antiguos. Nuestro conflicto es uno que
denominamos “perverso”, por su grado de intensidad en cuanto a efectos
disociatorios.
En efecto, la perversidad alcanza hasta plantearse en
términos decisivos, pues afecta la unidad e identidad del cuerpo social mismo.
Estamos en el caso de una acción de poder que pretende eternizarse sobre la
base de una imposición de términos no consensuales. Ello implica desde el
cambio del relato histórico aceptado hasta un trastocar vengativo de los términos
de la represión. Es decir, estamos sembrados en una irracionalidad que afecta
la amalgama social misma.
Para lograr sus objetivos el conflicto procura hacerse
permanente, sin un respiro, cuestión de cada día, ataque permanente a la otra
mitad del cuerpo social. La rivalidad con el “enemigo” alcanza términos
patológicos. Ello conlleva a una polarización entre quienes se aferran al
esfuerzo hegemónico y quienes pretenden sustituirlo por un retorno a un marco
institucional de democracia clásica.
La experiencia histórica es abundante en cuanto a
casos consecuenciales de tragedia, pero también ha asomado posibilidades de
surgimiento de nuevas formas, instituciones y procedimientos y,
fundamentalmente, a la conformación de nuevos sentidos. Para que esto último se
haga factible es menester someter el conflicto, no eliminarlo, pues la
conflictividad le es inherente. Es obvio que contra la conformación de nuevos
sentidos conspira la realidad de odio y el estancamiento en las pasiones
derivadas de las pretensiones de los “enemigos”. La mediocridad de los factores
actuantes es un elemento que torna imposible, desde la visión interna del
conflicto mismo, objetivar el desbordamiento que pasa por encima de los bordes
del cauce.
Se debe comenzar por dejar de lado toda pretensión de
“instituido” para aceptar que todo el proceso de la rivalidad política debe ser
una permanente construcción de lo social.
De esta manera vuelve a aparecer el concepto de incertidumbre como a uno
a ser gestionado, tal como se gestiona un déficit, en este caso uno de
consensos, propósito lograble mediante una normativa reguladora que haga de lo
agonístico una manifestación natural del cambio social.
Debemos aprender que las elecciones no son la
democracia, no más que una forma adicional de expresión. La verdadera
democracia es una forma cultural y, en consecuencia, un relato
multisignificante que alcanza su poder creador asentado sobre una normativa que
rige al domeñar la incertidumbre a términos manejables mientras autoriza todas
las significaciones que permitirán la adecuación más aproximada a la justicia.
La cultura democrática se genera en la interacción
social. Muchas sociedades acostumbran dormir en la indiferencia dejando a los
actores políticos sin control, sin manifestar algún interés por los asuntos
colectivos y encerrándose en sus propios intereses. Hasta que el conflicto
emerge, y/o por la caída del establecimiento y la aparición de una fuerza
desafiante que pretende trastocar hasta los elementos básicos en que esa
sociedad estaba establecida. En su defensa sólo alcanzan a rememorar las formas
anteriores que le otorgaban tranquilidad y sosiego.
Frente al conflicto hay que inventar respuestas
nuevas. Es lo que denominaremos el desarrollo de una nueva cultura política. Ella
es pensamiento y acción. La cultura política no es una entelequia. Es al mismo
tiempo pensamiento que conlleva a los nuevos sentidos y los nuevos sentidos que
no se pueden generar sin pensamiento.
Pareciera estamos inmersos en una cultura de
legitimación del conflicto “perverso”, mediante una aceptación de los términos
de su desarrollo, dado que los actores se visten con las cargas simbólicas de
su curso. Debemos asumir una cultura de cambio que debe aceptarse como
modificaciones sustanciales en todos los órdenes de la vida social y que
permita un reconocimiento tal capaz de generar de nuevo identidad y
reconocimiento mutuo.
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