Teódulo López Meléndez
El conflicto político
venezolano se desarrolla sobre las minucias de la acción política cotidiana.
Sólo una de las partes, la que ejerce el gobierno, pretende una oferta de fondo
que lo es más de telón de un esfuerzo por conservar el poder. Un conflicto
ejercido a diario sobre lo circunstancial es en sí mismo una lucha por el poder
y no más, lo cual plantea una conclusión de alto peligro: la sustitución del
actor del poder no acabará el conflicto sino que más bien puede agravarlo. Es
así como puede argumentarse que el venezolano es uno sin salida.
No hay frente a los
venezolanos una interpretación de mundo que le permita dilucidar mediante el
ejercicio de la reflexión un presente complejo e impredecible. En buena medida
podemos afirmar que este conflicto diario sustentado sobre la superficialidad
nos convierte en una sociedad de la ignorancia por oposición a lo que
deberíamos ser o pretender ser: una sociedad del conocimiento.
El enmarcaje del
conflicto en un “no volverán” o “los echaremos” reduce las posibilidades
democráticas y anula la vía electoral para su resolución, puesto que cualquiera
sea el resultado, se produzca o no la alternancia, el conflicto pervivirá en
igual magnitud. Esto es, aparte de la violencia directa que se manifiesta con
frecuencia, se seguirá manifestando una violencia estructural y cultural.
Fácil de decir y
difícil de lograr, pero la única posibilidad pasa por el fomento de una
perspectiva creadora del conflicto. El lenguaje de los actores, las movidas que
llamaremos tácticas ante la ausencia de algún término despectivo para
designarlas, sólo muestran una concepción de la democracia como procedimiento
aparente en desmedro de una como forma de vida.
El interés general, principio básico de la ética política, que conlleva
a un cuerpo social a la capacidad de discutir y consensuar, ha sido echado a un
lado por los actores que se disputan el poder sobre la base de intereses
sectarios. Viendo, por ejemplo, la cara de Jano del titular de nuestras
Relaciones Exteriores, actuando como tal y como dirigente del partido
gobernante en una dicotomía inaceptable, creo deberíamos plantear el concepto
que denominaremos de “diplomacia ciudadana”, una que busque un máximo
denominador común posible.
Lo que llamamos “diplomacia ciudadana”, por oposición al conflicto
perverso, es una participación horizontalizada que calificaremos como una
democratización del hasta ahora tratamiento convencional –si es que tal existe-
del conflicto. Esto es, los actores de la resolución no son los titulares de la
autoridad, ni los que la ejercen en una violación cotidiana del Estado de
Derecho ni quienes la encarnan del otro lado por su mando sobre los partidos
agónicos donde no se practica democracia interna. En pocas palabras, dado el
juego cerrado del conflicto venezolano sólo una participación activa de
protagonistas ciudadanos puede lograr una transformación positiva del conflicto
en medio de una exigencia general de simetría y bajo el dominio de una razón
comunicativa y dialógica.
La aparición de este ethos democrático redescubriendo el
conflicto es ciertamente un albur, uno sólo lograble por la vía en que estamos
definiendo, uno de pedagogía de la inclusión, o lo que estamos llamando una
educación al conflicto. Aún contra los actores conflictivos que se empeñan en
retroalimentarse y en cuyo esfuerzo convierten al lenguaje en bazofia y en arma
condenable, es menester insistir en conceptos como la diversidad y las
diferencias como valor, en la solidaridad y en el contraste como posibilidad.
Si queremos verlo así, deberemos afirmar al conflicto bajo educación como
palanca de transformación y logros, como un chance al aprendizaje y como una
práctica de aquella afirmación de Paulo Freire de que toda acción educativa
conlleva a una acción política y que la política posee una dimensión
pedagógica, una, por cierto, desdeñada en esta ruina cotidiana a la que somos
sometidos.
Si lo queremos decir de otra manera, la
única posibilidad de enfrentar el conflicto, vista la pequeñez de los actores,
es educando al conflicto para dar sentido a lo que no lo tiene.
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