Teódulo López Meléndez
Vivimos una época
en que la política dejó de ser espacio de redención para convertirse en una
imposibilidad frustrante. He repetido cientos de veces que el pensamiento y la
política se divorciaron, convirtiéndose la segunda en un giro lamentable sobre
lo instituido. La política pasó a ser la administración de lo instituido
despojándose de toda carga, incluso de aquella vieja concepción que la definía
como “el arte de lo posible”.
Encontramos que quienes
anuncian prácticas de “democracia representativa” la transforman en verdad en
una situación deliberativa intrascendente incapaz de incidir con modificaciones
sobre lo instituido. Lo representativo ha dejado prácticamente de existir al
constituirse en un mecanismo conservador de lo existente y al no encarnar una
voluntad expresada desde la fuente instituyente
y lo llamado “participativo” ha sido convertido en una farsa que obtiene
resultados exactamente contrarios a los necesarios..
Es necesaria la
tensión modificadora que produce una sociedad en afán instituyente. Nos hemos
planteado cambios institucionales y no cambios estructurales que son los
propicios para el logro de la equidad social.
Hay que construir una ciudadanía y no tenemos tiempo como para andar
proclamando que se requerirían 20 o 30 años de un proceso educativo profundo. Hay
que procurar un despertar hacia una autodeterminación ciudadana y no detenerse
en la larga espera de una formación poblacional masiva.
Pasa por hacerlas
interpelar y crear así una tensión. Ello implica innovación originada en un
profundo discernimiento. Esto es, deben poder ser convertidas en activistas en
procura de la inclusión y del reconocimiento de derechos aún no reconocidos. Se
trata de la ruptura de una lógica instituida e impositiva que mantiene en
vigencia un acuerdo social básico absolutamente inepto para atender a las
necesidades políticas inmediatas de superación de un régimen autoritario e
impide el poder arrollador de una sociedad instituyente. Ello implica una nueva
ética política que hará posible la erupción de una nueva cultura política que posibilitará –entonces sí- el largo
período de educación masiva en la formación de ciudadanos. Algo muy contrario
al asistencialismo del estado, un perverso mecanismo que no hace ciudadanos
sino aciudadanos.
Cuando se fragmenta
se enseña que la movilización colectiva es inocua, se corroe el poder
instituyente del cuerpo social. La sociedad venezolana actual está en fase
negativa. La protesta es una simple pérdida de paciencia y la lectura de
columnistas que insultan al gobierno un simple ejercicio de catarsis.
Es lo que
intentamos hacer: procurarnos algunos ciudadanos, ya dueños de esta condición,
para comenzar a generar una cultura política esencialmente nueva.
Lo que pretendo al
hablar de ciudadanía instituyente no se refiere a un mito fundante. La política
de resolución de conflictos y de armonización de intereses se basaba en el
respeto estricto al orden legal vigente como única posibilidad política de
mantenimiento democrático. Después del revolcón que hemos sufrido ese contexto
de política está marchito. La paradoja es fácilmente soluble, puesto que al
estar encerrados (como estamos) en la “sin salida” (repito que ya he hablado
suficientemente de nihilismo y cinismo del siglo XXI) va a encontrarse
inevitablemente con una reacción frente al sometimiento, una que también de
manera inevitable va a estar marcada por una concepción de la política
absolutamente distinta de esta que practican entre nosotros tanto gobierno como
oposición. Hay, pues, esperanza, porque de la nueva ética saldrá racionalidad
en la nueva construcción. Ello provendrá de la toma de conciencia de una
necesaria recuperación (no del pasado, en ningún caso), sino del sentido.
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