Teódulo López Meléndez
Los futurólogos, cuyas descripciones exceden a la ciencia ficción, nos hablan de una industria y de una agricultura completamente robotizadas, lo que sucedería incluso con las guerras si es que ellas persisten en la agenda humana. Las cárceles desaparecerían sustituidas por microchips implantados, tal como hoy las pulseras electrónicas se asoman para controlar a quienes han delinquido. Terminará la discapacidad debido a prótesis inteligentes e inclusive las quemaduras con efectos desastrosos serían cosa del pasado ante la implantación de de una piel artificial sensible a la temperatura y al tacto. La nanotecnología habrá perfeccionado implantes sustitutivos de órganos o ellos podrán regenerarse a partir del propio cuerpo del afectado. Aquellas imágines de teletransportación se convertirán en realidad y podremos instalarnos un disco duro adicional para aumentar nuestra capacidad de memoria.
Podríamos detenernos en mil y un pronóstico de lo que las nuevas generaciones tendrán o vivirán, pero en algo podemos estar de acuerdo sin necesidad de disparar la imaginación hacia la fantasía y es en lo que plantea en sus ensayos sobre neuropolítica el Dr. Timothy Leary cuando nos asegura, además de que la meta suprema de la ciencia es la extensión indefinida de la vida humana, que para que ello suceda se requieren dos cosas, la migración espacial y la elevación de la conciencia-inteligencia del hombre para que sea capaz de acceder a estos escenarios.
Así lo hemos dicho muchas veces: el futuro del hombre está en el espacio exterior, en convertirse en habitante de otros mundos, pero para ello, para su supervivencia, deberá romper los límites de su actual conciencia. Es posible que para lograrlo debamos marchar hacia un comunitarismo extenso que exceda a las agrupaciones de hoy, fundamentalmente basadas en la tecnología, como ya lo asoman las redes sociales y la degradación de viejas instituciones desde la familia hasta el Estado-nación. Esto es, podríamos estar marchando hacia una evolución artificial, lo que también podría establecer las nuevas diferencias entre los que los analistas del futuro llaman los “mejorados” y entre quienes se han negado a ello. La relación del hombre con las máquinas ha sido tema especulativo permanente entre los autores de ciencia ficción, como sucede en Matrix donde se funciona a base de chips en el cerebro.
No nos detengamos en detalles sobre nuestra apariencia, en si las computadoras nos harán más pequeños debido a la inmovilidad y nos pareceremos a los dibujos que se han hecho de supuestos extraterrestres que han estado por aquí en platillos voladores. La realidad es que para enfrentar el futuro en cualquiera de sus manifestaciones debemos aprender y aprender más rápido. Los países del futuro, si es que existen países como los conocemos, que tengan mayor probabilidad de éxito serán aquellos serán aquellos capaces de acumular más conocimiento y aprendizaje. En alguno de mis textos anteriores he estado insistiendo en lo que es ya una expresión común en las ciencias sociales de hoy: una sociedad del conocimiento. Para ello no nos podemos distraer en discusiones banales o en prácticas políticas añejas, olvidando que debemos crear aprendizaje organizacional y transformar todos los procesos escolares. Transformarlos para inculcar valores de lo humano, esto es, de lo que ha impedido la destrucción de nuestra especie y que hoy todavía llamamos así, valores, tales como ética, verdad, moral y sentimientos. Posiblemente lo que los antiguos griegos llamaron la Sophia, la sabiduría. El conocimiento no es la recepción de información, lo es de saberse a uno mismo y en consecuencia quedar educado para la vida. Cuando esto se logra entonces se busca el conocimiento y se adquiere para un sentido común de pertenencia. Más allá de los avances tecnológicos o de nuestro logro de conquista de nuevos mundos, será ello lo que haga posible la permanencia de lo humano.
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