Teódulo López Meléndez
Se ha llegado a definir la cultura democrática como la orientación psicológica hacia
objetivos sociales. Esto es, la cultura política es la interiorización de la democracia y la orientación hacia el bien común. Es lo que se ha denominado también la conformación de un carácter nacional democrático. La democracia es una cultura de la responsabilidad colectiva en lo que sucede, con todo lo que implica como solidaridad y respeto. La democracia debe ser considerada como un sistema cultural y en ella va incluida la conciencia de que la democracia es una línea de fuga que usamos para construir la justicia, admitiendo las palabras democracia y dificultad como sinónimas.
Si vamos a analizar la cultura democrática hay que analizar el contexto en que se produce esa cultura dejando de lado la idea de limitarse a los laterales pues es a la sociedad misma donde debe irse. Es decir, a los conceptos de pertenencia y ciudadanía, con obligaciones y derechos, a la revalorización de la cultura como conciencia crítica. La democracia reposa sobre la autonomía humana y la cultura es un componente esencial de la complejidad de lo social-histórico. En resumen, de lo que somos testigos es de una desocialización sucedida artificialmente. Una democracia del siglo XXI tiene que tener necesariamente a una sociedad capaz de interrogarse sobre su destino en un movimiento sin fin. Esa nueva cultura democrática presenta una dimensión imperceptible, pero real, de una voluntad social que crea las instituciones. Hay que romper el encierro del sentido y restaurarle a la sociedad y al individuo la posibilidad de crearlo, mediante una interrogación ilimitada.
Debemos ver hasta donde los sujetos sociales se dan cuenta de lo que pasa. La cultura política cambia en la medida en que los ciudadanos descubran nuevas relaciones entre el entorno inmediato y el devenir social. En otras palabras, en el momento en que descubran lo social. Algunos han llamado esta mirada de compromiso una percepción de la “ecología política general” lo que debe generar un movimiento energético comprensivo. Para que ello suceda el cuerpo social debe estar informado y ello significa que pueda contextualizar con antecedentes propios y extraños, pasados y presentes. Si no posee la información no podrá actuar o actuar mal. La democracia del siglo XX se caracterizó por una información mínima suficiente apenas para actuar en lo individual. Si volteamos el parapeto y echamos la base para que el cuerpo social busque por sí mismo la información tendremos sujetos activos. El primer paso es el contacto entre los diversos actores sociales, lo que va configurando una cultura de la comunicación, una donde no necesitan de esa información como único alimento, sino que comienzan a necesitar del otro, lo que los hace mirar al mundo como una interconexión de redes. La comunicación con el otro reduce la importancia del yo. Si avanzamos hacia lo que podríamos denominar una “sociedad comunicada” es evidente que esa sociedad se autogobierna aún usando los canales democráticos rígidos conocidos y puede autotransformarse.
Es evidente que una democracia del siglo XXI requiere de individuos y grupos sociales distintos de los que actuaron en la democracia del siglo XX. No se trata de una utopía o de una irracionalidad. Se trata, simplemente, de evitar que las energías se gasten en el refuerzo a una estructura jerarquizada y autoritaria no-participativa y de conseguir un salto de una sociedad que sólo busca información a una que busca la conformación de una voluntad alternativa lograda mediante la consecución de cambios en la forma social impuestos por un comportamiento colectivo. Se obtendrían así más libertad y más movimiento.
Debemos concluir que la democracia es un proceso sin término. En cada fase del avance la cultura política juega un papel fundamental que permite autogenerarse y autoreproducirse. La democracia sólo es posible cuando se tiene la exacta dimensión de una cultura democrática.
Ahora bien, esta persona que piensa es un producto social. La sociedad hace a la persona, pero esta persona no puede olvidar que tiene un poder instituyente capaz de modificar, a su vez, a la sociedad. La persona se manifiesta en el campo socio-histórico propiamente dicho (la acción) y en la psiquis. Se nos ha metido en esa psiquis que resulta imposible un cambio dentro de ella que conlleve a una acción. Es cierto que las acciones de la sociedad instituyente no se dan a través de una acción radical visible. Nos toca, a quienes pensamos, señalar, hacer notar, que la participación impuesta en una heteronomía instituida, impide la personalización de la persona, pero que es posible la alteración del mundo social por un proceso lento de imposiciones por parte de una sociedad trasvasada de instituida a instituyente.
La posibilidad pasa por la creación de articulaciones, no muy vistosas, es decir, mediante un despliegue de la sociedad sometida a un proceso de imaginación que cambie las significaciones produciendo así la alteración que conlleve a un cambio sociohistórico (acción). He allí la necesidad de un nuevo lenguaje, la creación de nuevos paradigmas que siguen pasando por lo social y por la psiquis. Partimos, necesariamente, de la convicción de que las cosas como están no funcionan y deben ser cambiadas (psiquis) y para ello debe ofrecerse otro tipo de sentido. La segunda (social) es hacer notar que la persona puede lograrlo sin tener un poder explícito (control de massmedia, un partido, o cualquier otra de las instituciones que tradicionalmente han sido depositarios del poder). Hay que insinuar una alteración de lo procedimental instituido. Se trata de producir un desplazamiento de la aceptación pasiva hacia un campo de creación sustitutiva.
teodulolopezm@yahoo.com
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