por Teódulo López Meléndez
La modernidad terminó en el más profundo desencanto del hombre, sumiéndonos en el sin sentido. El ser optimista y agitado ha dejado paso a un escéptico sin norma. Ya no se le pregunta a nadie o, dicho de otra forma, la pregunta es formulada a nadie. El signo del presente y del porvenir es la indiferencia. Cada quién está encerrado en lo poco que tiene, llámese afecto familiar o bienes o pequeño mundo donde se solaza con la conversación banal con otros igualmente indiferentes. Alberto Moravia escribió una primorosa novela con este título, Los indiferentes, lo que, en alguna ocasión, me hizo llamarlo “el maestro narrador de la alineación”. Bienvenido el novelista italiano porque creo que un concepto que debemos desempolvar es precisamente el de alienación, lanzado a la cesta del olvido desde hace unos cuantos años. Hemos perdido el control de nuestra creación, no sabemos como funciona el mundo y la muerte de las utopías nos impide imaginarnos el futuro. Es más, no nos interesa imaginarlo.
Hay indicios del desorden. Los futurólogos produjeron en la economía predicciones irrealizadas; hoy asistimos a la fragmentación de las grandes empresas en pequeñas unidades de producción paralelamente a las megafusiones. Ambas cosas se están dando, como la conformación de grandes bloques que terminarán abortando el Estado-nación, pero con la compañía paralela de una fragmentación del poder en beneficio de ciudades y regiones. Los sistemas políticos están cuajados de incertidumbres con un alejamiento casi asqueado de las grandes masas. No sabemos como vamos a gobernarnos en el futuro. Todo parece inclinarse hacia una dualidad, desde la economía hasta la política, en medio de ruptura de viejas creencias, como aquella en el trabajo de que lo mejor era tener un puesto fijo, mientras los yuppies no aceptan cargos gerenciales que los aten más allá de pocos meses a cualquier empresa. Si muchas de estas consideraciones podemos pergeñar en el terreno de lo denominado “interés público”, es en el terreno personal del hombre donde los sin sentido predominan. El día a día parece ser el esbozo de norma, lo que podría hacer reflexionar a alguien sobre algunas viejas enseñanzas orientales, pero con las cuales no hay ninguna relación. Lo que resta de los códigos de las relaciones interpersonales son el desencanto y la fragilidad. El amor ha sido independizado de la procreación y la procreación misma dejará de ser asunto apasionado hasta para las parejas que hoy recurren a los procedimientos in vetro o parecidos. Como no se cree en nada, menos en lo colectivo y en los políticos, sumada la exigencia consumista, resurge una vieja enfermedad asociada desde siempre a los mecanismos capitalistas: el individualismo exacerbado. Todo lo que escribieron pensadores del humanismo cristiano como Chardin o Mounier sobre el concepto de persona ha sido devorado por una realidad que ha superado con creces aquélla que los inspiró. La imposibilidad de la revolución social, sumada a una diferenciación entre dos estratos poblacionales cada vez más lejanos en cultura y economía, lleva a la aparición del hampa como la conocemos hoy. El hampa, creo, es la más patética manifestación de la imposibilidad revolucionaria y una forma sustitutiva de búsqueda de la igualdad social. El economicismo, la vieja enfermedad de conceder a la economía el privilegio absoluto sobre nuestras vidas, ha reaparecido como pandemia sepultando las interrogantes esenciales del hombre sobre el Ser y produciendo la “cultura” uniforme que se nos lanza sobre el cuello como tenaza asfixiándonos en el rechazo de todo pensamiento trascendente.
Estamos asistiendo a la segunda gran explosión de individualismo. El triunfo lo reclama Narciso. Algunos pretenden ver en la multiplicidad de la oferta el reino de la libertad y hasta llegan a pensar que esta supuesta capacidad de escoger es la mejor muestra de la humanización de los controles. Llegan, así, a calificar de autoritaria la modernidad y a identificar posmodernidad con libertad. Aparte de la inmensa masa humana empobrecida hay que repetir lo de la separación brutal entre partes de la misma sociedad-nación. Para proclamar la muerte de la angustia, como lo hace Gilles Lipovetsky, realmente hay que recurrir a la afirmación de que estamos caracterizando, tomando como guía, un total abandono del saber. Mientras menos sabemos, menos nos angustiamos, ecuación simple y patética. Lo que estamos viendo es la imposición de un sistema de “vida” donde es posible estar sin objetivo y sin sentido. Que la posmodernidad no lo inventó, que es una continuidad del proceso de la modernidad, lo podemos compartir. Mientras más grande es la indiferencia más fuerte es el rechazo del conocimiento. La revolución individualista que estamos viviendo, (con excusas por el uso de la palabra muerta), conduce, paradójicamente, a la muerte del Yo. Ya lo he dicho: no pueden existir revoluciones cuando la única revolución es la de un individualismo de signo diferente, pero mayor y más acendrado de aquél que sentimos en pleno apogeo capitalista del siglo XX. Cierto que no es el viejo concepto marxista de alienación lo que hay que “regresar”, pues ahora se agrega el elemento apatía y la exacerbación de la oferta a Narciso, pero hay que retomarlo. Mal podemos hablar de libertad suministrada por la oferta manipuladora cuando tenemos a un hombre a punto de no sentir nada, a no ser la necesidad inducida de mirarse al agua para confirmar que tiene lo que se le ha ofrecido y que el éxito resuena sobre su pellejo en las miradas de envidia de los otros.
“Así es la vida hoy”, afirman algunos. Otros insistimos en preguntarnos si se puede llamar vida. Somos los que aún peligrosamente pensamos. Si vida y felicidad son ahora no arriesgarse, una nada que va desde la vida sentimental hasta la concepción del trabajo, debemos precisar que si libertad y felicidad equivalen a vacío, lo que puede asomarse en el horizonte es otra época totalitaria. Eso de mirar en la historia para no repetir los errores siempre me ha parecido un exabrupto. El hombre comete las mismas barbaridades no por falta de memoria sino por una acumulación de procesos y circunstancias. Asegurar que debemos tener una perspectiva histórica de nuestro tiempo me suena a madera podrida.
Nadie glorifica esta entelequia llamada posmodernidad ni nadie en su sano juicio añora la modernidad. Se trata de un reconocimiento del presente y de un imprescindible otear en el futuro. Regodearse con los síntomas y proclamar que este mundo es cuasiperfecto porque nos permite elegir es aceptar la incertidumbre y el vacío como normas de la vida del futuro. No hay códigos, aunque, admitámoslo, no es la primera vez. Paralelamente se nos dice que Nietzche está muerto y que la libertad y la felicidad consisten en consumir. El mensaje no es nuevo, por supuesto, sólo que ahora el hombre hedonista y narcisista ya no lo resiste. La verdad, fue dicho en su momento, es un consenso, un simple consenso generalmente aceptado o, como la definió Derrida, una "certeza provisoria". A veces uno piensa que el único que está reviviendo es Nietzsche. Aunque quizás sea Alicia: "En nuestro país no hay más que un día al mismo tiempo", lo que Narciso incierto encontraría digno de una primera afirmación.
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