por Teódulo López Meléndez
La noticia se ha banalizado. Vivimos un mundo de instantaneidad peculiar en la cual se ha hecho parte del show massmediático. Es como un comercial más, como un espectáculo más, como una cotidiana entrega de los premios "Oscar". MacLuhan había dicho que "el medio es el mensaje", lo que sólo parcialmente continúa a ser verdad. En buena parte, la vieja acepción del maestro canadiense ha sido trastocada por otra que bien puede ser "la velocidad es el mensaje", para usar una terminología propia de Paul Virilio, el pensador francés apropiado para estos tiempos de muerte de la distancia.
La noticia, si suponemos por un instante que existe, es siempre vieja. Ello nos lleva a concluir que los massmedia sienten particular odio por todo lo que se mantiene. Así, podríamos decir que el medio es el principal agente de la “revolución” universal. En efecto, si algo se mantiene es contrario a sus intereses, pues no podrían alimentar la cadena electromagnética de la información. De esta manera los massmedia deben demoler todo lo existente, desde las instituciones hasta la inmovilidad. Cuidado aquí, pues hay que precisar que los medios nos siembran en ella; cuando digo que la demuelen me estoy refiriendo a un movimiento intrínseco a la velocidad de la luz con que transmiten la información, en ningún caso a nosotros receptores del mensaje que estamos como nuevas estatuas, como pequeñas antenas cubiertas en toda su capacidad receptiva.
Banal es, pues, la agreste palabra que nos surge en relación con la información. El proceso iniciado con la Guerra del Golfo, donde por vez primera asistimos a un conflicto bélico en directo, tuvo un replay caótico con la transmisión del "arribo del milenio", invención absolutamente massmediática. Allí murió el tiempo, lo que no es poco decir. Aparte de la “humanidad feliz” que nos fue ofrecida, se incurrió en un patético adelanto del futuro, de uno donde el tiempo es universal. La muerte de lo geográfico, la desaparición de la extensión y el exterminio de los husos horarios fue en sí la noticia, no que algunos tocaban tambores ante la aparición del primer sol del año 2000 en alguna perdida isla del Pacífico. Pocas semanas después una compañía suiza fabricante de relojes nos dio la primicia: sus aparatos ya no medirían más con el viejo método del día y de la noche, desde ahora en adelante no habría diferencia de horas, por ejemplo, entre Caracas y París; se establecía un reloj donde el tiempo se mediría en bites y la hora sería la misma en cualquier lugar de este pobre planeta reducido. Esa unificación equivale a la aparición del tiempo universal y, por consiguiente, a la pérdida de la distancia como un adelanto de la condena que pesa sobre los hombres: la prisión en la inmovilidad. La salida o fuga del sol deja de tener importancia, el viejo sistema de medir el tiempo es hundido en el tiempo mismo, con la consecuente pérdida de la historia y de las diferencias. En otras palabras, ambos hechos, la transmisión en vivo y en directo de la "apoteósica entrada del Nuevo Milenio" y la aparición de los relojes en bites donde, claro está, el punto de referencia es el sitio en Suiza donde está situada la fábrica, extermina las viejas referencias humanas y nos convierte, en cierta medida y paradójicamente, en astronautas, o, al menos, nos hace posesionarnos de la misma sensación de aquél que orbita la Tierra o llega a la Luna. El astronauta no tiene espacio, distancia ni medida. El astronauta está perdido en la oscuridad, lo que nos hace recordar la vieja afirmación de algún poeta: "La oscuridad es el tiempo".
La única noticia es que el nuevo límite del hombre es la velocidad de la luz, es decir, la velocidad con que la noticia se produce y es transmitida, no los sucesos en sí. La noticia es el hecho mismo que nos acontece, la unificación en una onda electromagnética soberana que nos hace innecesaria cualquier movilidad. Como bien lo dice Virilio, si a usted lo que le preocupa es que los días pasan, pues deje de preocuparse, que pronto dejarán de pasar.
En efecto, el nuevo horizonte es la pantalla, lo que da nuevas distorsiones y nuevas apariencias. Ya el tiempo deja de ser éste de la sucesión del día y de la noche, este cronológico que hasta el momento hemos contado. El tiempo lo es ahora aquél de la exposición, el de la duración de los acontecimientos, el tiempo instantáneo. Esto implica que "ya no estamos", no estamos con una presencia concreta, sino con lo que Virilio llama "una telepresencia discreta". En sentido estricto, podemos hablar de una nueva cultura, una que rompe drásticamente con lo que el hombre ha sido, nada menos que aquella de la dimensión temporal. Estamos presentes, pero lejos, lo que elimina la duración a favor de lo "directo". Al ser así, el presente debe ser reinterpretado, pues pasa a ser una disolución de acceso a lo real. En otras palabras, el tiempo cronológico deja de existir para dejar paso a uno cronoscópico. Lo que vemos es una fijación del presente, para aquellos preocupados por el paso de los días, como decíamos, ese paso desaparece. Esto equivale a una contracción y a un cambio dramático de la percepción. Ya no hay lugar de encuentro. Frente a la pantalla nos "comunicamos" por Internet con alguien "desaparecido". Frente a la pantalla nos entregamos "en directo" a un horizonte que no tiene nada que ver con la noción clásica de espacio. Frente a la pantalla sustituimos la luz del sol por la velocidad misma de la luz que nos cambia el "aquí" por el "ahora". El estrecho espacio de lo humano pasa a segundo plano desde el momento en que el tiempo se emancipa. Cuando carguemos en nuestras muñecas el nuevo reloj que ya no mide en segundos, minutos y horas, sino en bites habrá caído sobre nosotros el nuevo tiempo mundial liberado de husos horarios, cuando dejemos de contar siglos y no exista el pretexto para la fiesta absurda de las ondas electromagnéticas de adelantar milenios o lanzar cohetones por un año terminado en 00, eso de la alternancia del día y de la noche se habrá disuelto y "viviremos" como astronautas que jamás han abandonado el planeta Tierra, es decir, como seres que han perdido las referencias y se encuentran inmersos en la aceleración, una que nos dirá implacable de la extensión y duración de “los fenómenos de envejecimiento del tiempo-materia”. Podríamos hablar de un día sin fin en relación con la nueva "realidad" que las ondas electromagnéticas imponen sobre nosotros, una donde la sucesión de los hechos a la que estábamos acostumbrados desaparece a favor de una "intensidad" de iluminación y un nuevo hipercentro del tiempo donde hasta la ciudad suiza que momentáneamente sirve de referencia a los relojes en bites será absorbida. Si no tenemos límite, o también dicho de otro modo, si el horizonte convergente al que estamos habituados es sustituido por el que la pantalla nos da, no podremos imaginar. Este hombre inmóvil que se asoma, será hipersedentario en su deformación. Ya hoy existe gente que no llama por teléfono aunque esté en la misma ciudad o en el mismo barrio de su "interlocutor"; prefiere mandar un E-mail. Parecen sentir que la voz rompería la ubicuidad a la que nos estamos acostumbrando. La mediatización se convierte en la norma frente a nuestros ojos, ojos que, por lo demás, también desaparecerán absorbidos por un gran ojo, por uno proveedor de las nuevas apariencias. La pantalla, toda ella que una es, ha hecho del acto de comunicación un diluirse, una muerte.
II
Debemos declararnos en reflexión sobre el tiempo obligados por la algarabía insoportable de los massmedia en torno al supuesto fin del milenio. Releo un viejo libro de Indro Montanelli, Historia de Roma, y al seguir la evolución de aquella Ciudad-Estado se desarrolla en mí hasta el paroximo la insignificancia que atribuyo a los acontecimientos actuales del país donde nací y vivo. La banalidad de los actos humanos llamados históricos es impresionante. Roma, en realidad muerta como poder cuando cae el Imperio Romano de Oriente, es decir, cuando Constantinopla cae en manos de los turcos, para mí, y creo que no sólo para mí, ha sido la última noticia importante. Lo que estoy diciendo es de una sensación de inutilidad de las acciones humanas llamadas históricas y de una visión que se desarrolla que permite mirar los acontecimientos con distancia y placidez. Cuando Catón, el gran tribuno del Senado, vio llegar todos los objetos y conocimientos griegos a su amada ciudad supo que la Urbe estaba perdida. En buena manera vislumbró lo que los filósofos del posmodernismo llaman el "hombre estético". En otras palabras, vio que Roma caería vencida por la cultura griega. Los políticos jamás aprenderán que quienes hacen la historia que vale la pena son los creadores, más que todo los que viven en el lenguaje. Puede decirse que Anibal, con sus elefantes y su terquedad, cruzó los Alpes y que Bolivar cruzó los Andes en procura de imitar su grandeza, pero fue Polibio, trasladado a Roma como esclavo de guerra, (a quien realmente hay que prestarle atención), el que se preguntó sobre el sistema político romano en procura de una explicación de cómo aquellos toscos habían empleado la modesta suma de 56 años para acabar con una de las más esplendorosas civilizaciones que hayan existido sobre la faz de la tierra. Concluyó que no habían sido los romanos en destruirla sino los propios griegos, pero esa es conclusión permitida a un "intelectual" como Polibio, valga la transferencia temporal de un término odioso y desproporcionado como éste( por lo demás, en su versión contemporánea, de origen francés en relación con el caso Dreyfuss).
Puede que estemos manejando un concepto equivocado de "historia". Por ella damos batallas, hechos políticos, gobiernos y gobernantes. Puede que la verdadera historia sea aquella de la civilización(y de las ideas, generalmente catastróficas cuando llevadas del arte a la política) y que la historia política sea, apenas, una planta parásita que ha usurpado nombre y lugar. Si es así, entonces la historia es la del crecimiento espiritual del hombre. Lo que los hombres hemos estado denominando historia es sólo lo superficial, lo aparente, lo visible.
Disquisición aparte, cierto es que el fin del primer milenio fue tan lamentable como lo es éste. La humanidad se cansa, al parecer, con esa contabilidad, comprensible sí, dado que mil años suena como mucho. He repetido hasta el cansancio que los verdaderos finales no son los que las mediciones agonizantes del tiempo han determinado. Nadie puede negar que el siglo XX terminó tal vez con la llegada del hombre a la luna o con la caída del muro de Berlín. El nuevo será establecido por el descubrimiento de agua en Marte o por el mapa genético; dejémoslo a cargo de los inútiles historiadores.
Tenemos, además, los misterios y terrores que el hombre ha atribuido a un fin de siglo, quiero decir, a cien años. Peor si coincide con un fin de milenio. Cuando terminó el primero de la era cristiana se pronosticó el fin del mundo y ahora, cuando termina el segundo, un poquitín más prudentes hemos sido. Ya no abundan tanto los profetas, al fin y al cabo los hombres tenemos ahora a Internet y a los horoscopistas, más a Derrida, a Barthes, a Blanchot, a Hjemslev o a Wittgenstein, que son algo diferentes. Nostradamus fue el más destacado profeta del pasado, pero hubo muchos, como uno portugués llamado Bandarra que nació en una humilde villa denominada Trancoso y que no alcanzó la fama de aquél por la sencillísima razón de ser portugués, sin olvidar que Inglaterra estuvo por siglos "protegiendo" (entrecomillado porque es un decir) las expansiones y descubrimientos, más aún, la permanencia, de Portugal por el mundo. En cualquier caso los profetas decían lo que los humanos quisieran entender.
Volviendo a Roma, uno recuerda que los historiadores republicanos describieron con pestes y culebras la era monárquica, olvidando que sin los reyes Roma jamás hubiese puesto sus legiones a dominar a todos los pueblos del mundo conocido y dos de sus generales no hubiesen tenido las amabilidades de Cleopatra, obligada, la pobre, a recurrir a las artes amatorias para frenar el impulso de la gran potencia.
Decíamos que esto del tiempo es una banalidad y, en cierto modo, una torpeza. A mí me tiene sin cuidado que el próximo año sea el 2010 o el 2500. Sigo sin explicarme porque los hombres celebran ruidosamente un año nuevo, como si la llegada del bienvenido equivaliese a una garantía de vida por ese lapso. En verdad nos morimos en cualquier fecha y ésta sólo es una referencia para la lápida, dado que es hábito cristiano la de enterrar a los muertos, mientras la incineración es un avance tan importante como la de ver, valga McLuhan y su aldea global, un terremoto mexicano en directo o a los chechenos huir de las tropas rusas o a los soldados australianos combatiendo las milicias armadas por Indonesia para exterminar a los timorenses orientales.
Ciertamente los que me leen no avanzarán mucho en el nuevo siglo o en el nuevo milenio(entendiendo, además, que, a pesar de los medios de comunicación y su increíble torpeza o mala intención mercantilista, el 2000 es el último año del siglo y del milenio). Estamos condenados a la muerte, afortunadamente, aunque los hombres se distraigan con esta estupidez massmediática de un nuevo milenio sin pensar en que la tecnología puede ser una maldición o una bendición y en tantas otras cosillas que ocuparán el pensamiento, de los escasos que piensan, quiero decir. Mientras tanto nos conformamos con pasarla bien, con estar con el pequeño grupo de gentes que nos garantizan un testimonio de que existimos, con disfrutar de los objetos de consumo o con emborracharnos para celebrar que estamos vivos para una medición del tiempo contado a partir de determinado acontecimiento, según las diversas culturas. En el caso nuestro, occidentales, desde el momento en que Jesús anduvo por Judea, donde, por cierto, allá en Jerusalén, la gente que arriba padece de un extraño pero comprensible síndrome, creyendo que lo que pasará, en cualquier caso, pasará allí. Lo representan quiénes llevan la muerta Utopía hasta el delirio del suicidio colectivo. Interesante resultaría preguntarse qué acontecimiento, qué suceso, qué verdadera noticia será señalada como la fecha que dará inicio al siglo XXI. Tal como están las cosas deberá ser un acontecimiento científico relacionado con el espacio, nunca una acción "histórica" dada la mediocridad y la intrascendencia de las ideas políticas y seguramente menos una acción del espíritu dado que el apagón de la inteligencia que sufrimos es tan total que podríamos decir que allí radica el fin del mundo que los hombres pronostican en la proximidad del final de cada milenio.
Tenemos ahora la chatura de la pantalla y relojes que han escondido el día y la noche y que pretenden convertirnos a todos en astronautas sin las viejas referencias que construyeron al hombre como hasta ahora lo hemos conocido. Deberemos sumergirnos en la poesía, mientras los ilusos siguen contando un tiempo que no pasa.
tlopezmelendez@cantv.net
Comentarios
Publicar un comentario