La palabra estalla en “El efímero paso de la eternidad”
por Marisol Marrero
La escritura ha tomado
la significación simbólica
de un acto sexual
Freud
La novela de Teódulo López Meléndez El efímero paso de la eternidad, es un viaje hacia el infierno subterráneo de lo eterno femenino. Este texto no es más que la descripción del acto sexual, utilizando el lenguaje mismo de la naturaleza lleno de una sensualidad exuberante. Por eso busco en los pliegues de sus frases lo oculto, la cantinela, el mantra, cuando en la página la palabra estalla.
En este novedoso texto, recordando a Aristóteles, se puede decir que "hay dos placeres máximos, el sexo y el pensamiento". Añadiría yo que ambos están llenos de demonios y que el primero de ellos es el autor mismo, que escinde su "yo" por la auto observación de "yoes" parciales, lo que le lleva a personificar en varios héroes los conflictos de su propia vida anímica.
Kairos: El viaje tiene dos vertientes fácilmente identificables; una es el recorrido hacia el centro de su propia psique. La otra es la penetración erótica hacia el fondo insondable de la mujer, a través de la vagina (kairos), que es la puerta de entrada a su inframundo, pasando por sus montañas internas que semejan volcanes en erupción. El escorpión de esta novela es también dual. En un sentido defiende el centro al proteger la entrada. Aquí podríamos citar la vieja leyenda malí según la cual a la primera mujer se le transformó, para la defensa, el clítori en alacrán. Por el otro lado, el escorpión(falo) es avezado en la penetración a los infiernos. Entre los mayas el dardo simboliza el órgano sexual masculino. Es así que este reviste toda la ambivalencia simbólica, como en la serpiente. En este texto, aunque altamente intelectualizado, subsiste el horror del macho ante el eterno mito de la vulva con dientes. La hembra del escorpión devora al macho, lo que se reproduce en los humanos con la fuerza del coito, en los intercambios y los giros en barrena.
Incertum: En esta parte del texto el autor lo dice: "lubricaremos con semen" y agrega "los dedos tirabuzones para hurgar" en lo desconocido, para saber: la curiosidad sexual del niño en las inolvidables etapas descritas por Freud en el proceso de desarrollo de su sexualidad. Así, las sábanas donde se produce el acto, manchadas por los humores propios del amor, se cambian por esa "inmensa sábana blanca".
Katabasis: Esta parte del texto describe el descenso a lo largo del laberinto, donde "... empujando de un lado a otro ayudado por el vértigo de la caída", "nada amortigua ni refrena el avance", "una sensación de ahogo comienza como una descomposición de las partículas del aire"; "el calor iba en aumento, pero se soportaba porque el envión parecía impedirnos la toma de los caminos alternos que veíamos vertiginosamente desplazarse a nuestro paso como invitaciones al equívoco..." Si estas palabras no describen la penetración de la mujer, no soy una de ellas.
Pedipalpo: Este otro momento del descenso describe la batalla sobre Lesha, la protagonista femenina, "donde las lenguas de Ofiuco Megeros y del fuerte Tamiat" incursionaron poniendo a prueba la voluntad del escorpión (falo) que controló los deseos de aguijonear la carne. Según una leyenda malí "la concepción que es para los demás signo de aumento, es para ellos la señal de la muerte inminente", porque los pequeños del escorpión desgarran sus flancos y comen sus entrañas antes de salir a la luz. También en esta parte de la novela aparecen los negros celos ante el engaño, dado que se presenta el rival Tamiat, "dador de exquisiteces". Pero los celos se alimentan espiritualmente y estimulan la pasión a través de la imaginación, concibiendo ideas que se le atribuyen al objeto celado. El autor lo dice así: "Uno y otro hombre se alternaban en la mente". Los celos constituyen un trabajo incesante de reflexiones y conjeturas que atormentan hasta poblarnos de pesadillas. Es una actividad permanente de vigilar gestos, movimientos, actitudes, miradas, risas, cuchicheos.
Y entramos en Dédalus, el laberinto donde se desenvuelve el autor, Asterión, el minotauro (tauro), signo zodiacal del novelista. El ego, el centro del mundo subterráneo, sus miedos inconscientes. Podríamos decir que en el fondo de cada palabra anida una frase inconsciente. ¿Qué hay detrás de los "huesos", "cráneos carcomidos", "fuegos", "lava", "carbones encendidos", "furia líquida", que el novelista explaya a lo largo de El efímero paso de la eternidad? Diríamos que el toro y la ternera en el laberinto: efectivamente, van de laberinto a laberinto, de oscuridad a oscuridad. Las contracciones de ella, su respiración entrecortada, sus secreciones. Asterión va hacia la cópula total, la pasión profunda estalla en palabras. Delira el lenguaje al recordar, se abisma "en lo otro", cae hacia adentro. Al leer con asombro los arrebatos de los signos en esta novela uno vuelve a recordar que todo discurso amoroso está urdido de deseo.
Pedipalpo: Este otro momento del descenso describe la batalla sobre Lesha, la protagonista femenina, "donde las lenguas de Ofiuco Megeros y del fuerte Tamiat" incursionaron poniendo a prueba la voluntad del escorpión (falo) que controló los deseos de aguijonear la carne. Según una leyenda malí "la concepción que es para los demás signo de aumento, es para ellos la señal de la muerte inminente", porque los pequeños del escorpión desgarran sus flancos y comen sus entrañas antes de salir a la luz. También en esta parte de la novela aparecen los negros celos ante el engaño, dado que se presenta el rival Tamiat, "dador de exquisiteces". Pero los celos se alimentan espiritualmente y estimulan la pasión a través de la imaginación, concibiendo ideas que se le atribuyen al objeto celado. El autor lo dice así: "Uno y otro hombre se alternaban en la mente". Los celos constituyen un trabajo incesante de reflexiones y conjeturas que atormentan hasta poblarnos de pesadillas. Es una actividad permanente de vigilar gestos, movimientos, actitudes, miradas, risas, cuchicheos.
Y entramos en Dédalus, el laberinto donde se desenvuelve el autor, Asterión, el minotauro (tauro), signo zodiacal del novelista. El ego, el centro del mundo subterráneo, sus miedos inconscientes. Podríamos decir que en el fondo de cada palabra anida una frase inconsciente. ¿Qué hay detrás de los "huesos", "cráneos carcomidos", "fuegos", "lava", "carbones encendidos", "furia líquida", que el novelista explaya a lo largo de El efímero paso de la eternidad? Diríamos que el toro y la ternera en el laberinto: efectivamente, van de laberinto a laberinto, de oscuridad a oscuridad. Las contracciones de ella, su respiración entrecortada, sus secreciones. Asterión va hacia la cópula total, la pasión profunda estalla en palabras. Delira el lenguaje al recordar, se abisma "en lo otro", cae hacia adentro. Al leer con asombro los arrebatos de los signos en esta novela uno vuelve a recordar que todo discurso amoroso está urdido de deseo.
En la parte titulada Anabasis sigue la penetración procurando lo más profundo del ser. Ofiuco, el personaje masculino, está mordido en el tobillo y la serpiente se le escapa, se escinde, el "yo" se parte en dos, en Ofiuco y Tamiat, el otro hombre de este drama, éste último el amante creador de monstruos que se rebelan a los dioses. ¿Por qué esta escisión del personaje masculino? En cualquier caso, entra en escena otro "yo", muy oculto, Albumazer, el viejo sabio alquimista que dice: "Mi sabiduría es mi dolor". Respecto a este aspecto, el don Juan de Castaneda dice que "el miedo y la claridad causan la derrota del hombre". También nuestro recordado amigo Ludovico Silva planteaba que la mucha claridad lo estaba matando, más que el alcohol y el cigarrillo; argumentaba que sus vicios eran productos de esa claridad.
Al final de El efímero paso de la eternidad el centauro porta en la mano izquierda la semilla de la mujer, los sexos se entrelazan, la cópula se realiza, la semilla se hace carne pese a todos los riesgos, pues las crías devoran, se sublevan, traicionan. Nadie los tocará sin exponerse a su picadura.
“El efímero paso de la eternidad” o la novela del tiempo femenino
por Luis Benítez
I. Protagonistas / coprotagonistas: ser tres para ser una
La segunda novela de Teódulo López Meléndez también tiene por escenografía un decorado de ciencia ficción, pero a diferencia de lo que sucede en Selinunte, en El efímero paso de la eternidad este decorado conservará adrede su condición de tal, no intervendrá definitivamente en la trama del discurso, no será empleado como recurso con la misma intensidad. En El efímero paso de la eternidad, lo que importará será establecer un clímax favorable para que la palabra sea la encargada de definir los contornos concretos de las situaciones, para que la forma se suelde “excesivamente” al sentido, suplantando al escenario supuesto de una ciudad-planeta de un tiempo futuro. Lo que pasará a primer plano no será exactamente lo visual, como sucedía en Selinunte, construida en mucho de su estructura a través de fuertes imágenes plásticas; en El efímero paso de la eternidad será el mismo discurso el encargado de tomar ese espacio, como recurso para internarnos en el universo que busca el autor: el de un viaje iniciático, un periplo que comienza en el tiempo ordinario de Leshaa Akrab, la protagonista de El efímero paso de la eternidad, una modelo de escultores del futuro que se desdoblará, como ya veremos, en dos personalidades más: la amante de un faraón enterrada viva junto con el monarca egipcio y María, una cantante argentina incrustada por la historia que desliza sus claves en El efímero paso de la eternidad en la época de la última dictadura militar que asolara a su país (1). El viaje de iniciación que muestra El efímero paso de la eternidad empieza a través de la primera sección de la novela, titulada Nekya, un término que alude al descenso a los infiernos de la mente, como bien aclara el autor en el glosario que cierra la novela. Los dos segmentos siguientes de El efímero paso de la eternidad, Albumazer y Eridanus, serán la continuación y el cierre (relativo) del viaje iniciático. La narración implementada por López Meléndez para subrayar lo vertiginoso, lo alejado de las posibilidades del lenguaje para mostrar o demostrar una intensidad semejante, ahondará en construcciones que atiendan a la alusión y a la vez a la elusión, dos mecanismos de gran sentido en la búsqueda de la epifanía poética, trasladados de género a la narrativa. El espacio de la acción, del suceso narrado, es demasiado estrecho para lo que desea escribir el autor en El efímero paso de la eternidad y es por ello que apela a recursos extragenéricos, que trasporta a la prosa narrativa a fin de subrayar mejor las pocas probabilidades de la descripción –un sine qua non de la prosa narrativa- para dar cuenta del objetivo que él se propone (2). Es que si bien Leshaa Akrab conserva la memoria de sus desdoblamientos, estos, al ser aludidos por el relato tomarán para sí mismos esos segmentos del discurso, cada uno haciendo desaparecer momentáneamente a los otros dos. Quiere esto decir que la aparición de la amante del faraón o de María y su terrible historia, no surgen en la narración como interacciones con los demás protagonistas, ni siquiera en la escala de acción más reducida que brinda la técnica de las historias simultáneas. López Meléndez logra representar magistralmente este juego de sustituciones témporo-espaciales, brindando la ilusión de que mientras María desliza su clandestina existencia por las páginas con las que atraviesa un período histórico de la Argentina, Leshaa Akrab y la amante del faraón se sumergen en la esfera de la vida potencial, sin ser anuladas, desde luego, pero llegando a su expresión más mínima. Resulta como si se transformaran las otras dos coprotagonistas en parte de la sombra de María, quien a su vez, cuando una de ellas avanza al primer plano y, por así decirlo, domina momentáneamente el plano de la acción, se sume a su vez en esa misma sombra con la que quedó latente en ella y esperando su momento de ocupar el multiplicado cronotopos que propone El efímero paso de la eternidad. Este juego de sustituciones, por supuesto, tiene un sentido clave en la narración instrumentada por López Meléndez. Es una función necesaria del texto para que éste organice una escena continua, la del viaje iniciático, que atraviese al mismo tiempo a las tres mujeres que son una sola y anule el tiempo y el espacio donde todo esto sucede. Es necesario, porque difícilmente se puede representar a través del lenguaje algo que está ubicado fuera del tiempo y del espacio, a menos que la capacidad de sugestión que el lenguaje posee –una capacidad poética, insisto, no prosística- permita deslizar la narración de la novela a territorios limítrofes, marginales, mejor conectados con esa inmanencia a la que desea aludir/eludir, en un constante juego de ida y vuelta, la única forma de llegar a destino tan esquivo, tan intangible, tan concreto como resulta cuando el autor logra llevarnos hasta allí. Es por ello que decimos que el discurso ocupa el escenario entero, que desplaza a la escenografía de relato de ciencia ficción, pese a las alusiones hechas a estructuras y claves de ese subgénero. López Meléndez necesita tanto orientar como despistar para llevar adelante su juego en El efímero paso de la eternidad, debido a que no puede irse directamente hacia un objetivo literario como el señalado.
Leshaa Akrab, que asesinará a su amante, no será entonces importante dentro de la novela porque cometa un crimen pasional, como sucedería en otra propuesta donde la “acción virtual” ocupara el primer plano. Será importante sólo en función de lo mismo que le brinda sentido a la copresencia de la amante del faraón y de María, la cantante perseguida por la dictadura militar argentina: porque Leshaa, María y la judía sepultada viva tras la muerte de su señor son, más que personajes dotados de carnadura propia, recursos literarios del autor para llegar a lo que se propone, escalones iguales, idénticos, en un viaje iniciático que no nos lleva ni hacia “arriba” –reputado el sitio de las esferas superiores- ni hacia “abajo” –dirección entendida como conducente al inframundo- sino a otra dimensión donde, naturalmente, ninguna de las tres existe, produciendo el escalofrío especular de que el escritor y su lector, tampoco. ¿Entonces qué, la nada? Tampoco esa categoría: lo que señala más bien López Meléndez es que su texto conduce a una rendija entre la nada y su obligado opuesto, el todo. Es el tipo de destino que tenían, muy probablemente, los viajes iniciáticos de la antigüedad clásica. Un puerto donde las cadenas de anulaciones anteriores permitiera arribar a un conocimiento que incluso trascendiera el último par de opuestos, aquel que discrimina entre lo cierto y lo falso.
II. En el kairós
En El efímero paso de la eternidad encontramos, desde el título mismo de la obra, una alusión –sí ésta de tipo directo- al kairós, una de las posibilidades de entender el tiempo según la filosofía griega clásica. Kairós, además, será la vagina (como puerta de ingreso a la instancia de la nekya, en el viaje iniciático aludido por la novela). Vale decir, que dentro de los desdoblamientos instaurados abundantemente por López Meléndez, la voz griega kairós se adueña de dos significados: el de origen y el asignado en la estructura narrativa.
Al final de El efímero paso de la eternidad el centauro porta en la mano izquierda la semilla de la mujer, los sexos se entrelazan, la cópula se realiza, la semilla se hace carne pese a todos los riesgos, pues las crías devoran, se sublevan, traicionan. Nadie los tocará sin exponerse a su picadura.
“El efímero paso de la eternidad” o la novela del tiempo femenino
por Luis Benítez
I. Protagonistas / coprotagonistas: ser tres para ser una
La segunda novela de Teódulo López Meléndez también tiene por escenografía un decorado de ciencia ficción, pero a diferencia de lo que sucede en Selinunte, en El efímero paso de la eternidad este decorado conservará adrede su condición de tal, no intervendrá definitivamente en la trama del discurso, no será empleado como recurso con la misma intensidad. En El efímero paso de la eternidad, lo que importará será establecer un clímax favorable para que la palabra sea la encargada de definir los contornos concretos de las situaciones, para que la forma se suelde “excesivamente” al sentido, suplantando al escenario supuesto de una ciudad-planeta de un tiempo futuro. Lo que pasará a primer plano no será exactamente lo visual, como sucedía en Selinunte, construida en mucho de su estructura a través de fuertes imágenes plásticas; en El efímero paso de la eternidad será el mismo discurso el encargado de tomar ese espacio, como recurso para internarnos en el universo que busca el autor: el de un viaje iniciático, un periplo que comienza en el tiempo ordinario de Leshaa Akrab, la protagonista de El efímero paso de la eternidad, una modelo de escultores del futuro que se desdoblará, como ya veremos, en dos personalidades más: la amante de un faraón enterrada viva junto con el monarca egipcio y María, una cantante argentina incrustada por la historia que desliza sus claves en El efímero paso de la eternidad en la época de la última dictadura militar que asolara a su país (1). El viaje de iniciación que muestra El efímero paso de la eternidad empieza a través de la primera sección de la novela, titulada Nekya, un término que alude al descenso a los infiernos de la mente, como bien aclara el autor en el glosario que cierra la novela. Los dos segmentos siguientes de El efímero paso de la eternidad, Albumazer y Eridanus, serán la continuación y el cierre (relativo) del viaje iniciático. La narración implementada por López Meléndez para subrayar lo vertiginoso, lo alejado de las posibilidades del lenguaje para mostrar o demostrar una intensidad semejante, ahondará en construcciones que atiendan a la alusión y a la vez a la elusión, dos mecanismos de gran sentido en la búsqueda de la epifanía poética, trasladados de género a la narrativa. El espacio de la acción, del suceso narrado, es demasiado estrecho para lo que desea escribir el autor en El efímero paso de la eternidad y es por ello que apela a recursos extragenéricos, que trasporta a la prosa narrativa a fin de subrayar mejor las pocas probabilidades de la descripción –un sine qua non de la prosa narrativa- para dar cuenta del objetivo que él se propone (2). Es que si bien Leshaa Akrab conserva la memoria de sus desdoblamientos, estos, al ser aludidos por el relato tomarán para sí mismos esos segmentos del discurso, cada uno haciendo desaparecer momentáneamente a los otros dos. Quiere esto decir que la aparición de la amante del faraón o de María y su terrible historia, no surgen en la narración como interacciones con los demás protagonistas, ni siquiera en la escala de acción más reducida que brinda la técnica de las historias simultáneas. López Meléndez logra representar magistralmente este juego de sustituciones témporo-espaciales, brindando la ilusión de que mientras María desliza su clandestina existencia por las páginas con las que atraviesa un período histórico de la Argentina, Leshaa Akrab y la amante del faraón se sumergen en la esfera de la vida potencial, sin ser anuladas, desde luego, pero llegando a su expresión más mínima. Resulta como si se transformaran las otras dos coprotagonistas en parte de la sombra de María, quien a su vez, cuando una de ellas avanza al primer plano y, por así decirlo, domina momentáneamente el plano de la acción, se sume a su vez en esa misma sombra con la que quedó latente en ella y esperando su momento de ocupar el multiplicado cronotopos que propone El efímero paso de la eternidad. Este juego de sustituciones, por supuesto, tiene un sentido clave en la narración instrumentada por López Meléndez. Es una función necesaria del texto para que éste organice una escena continua, la del viaje iniciático, que atraviese al mismo tiempo a las tres mujeres que son una sola y anule el tiempo y el espacio donde todo esto sucede. Es necesario, porque difícilmente se puede representar a través del lenguaje algo que está ubicado fuera del tiempo y del espacio, a menos que la capacidad de sugestión que el lenguaje posee –una capacidad poética, insisto, no prosística- permita deslizar la narración de la novela a territorios limítrofes, marginales, mejor conectados con esa inmanencia a la que desea aludir/eludir, en un constante juego de ida y vuelta, la única forma de llegar a destino tan esquivo, tan intangible, tan concreto como resulta cuando el autor logra llevarnos hasta allí. Es por ello que decimos que el discurso ocupa el escenario entero, que desplaza a la escenografía de relato de ciencia ficción, pese a las alusiones hechas a estructuras y claves de ese subgénero. López Meléndez necesita tanto orientar como despistar para llevar adelante su juego en El efímero paso de la eternidad, debido a que no puede irse directamente hacia un objetivo literario como el señalado.
Leshaa Akrab, que asesinará a su amante, no será entonces importante dentro de la novela porque cometa un crimen pasional, como sucedería en otra propuesta donde la “acción virtual” ocupara el primer plano. Será importante sólo en función de lo mismo que le brinda sentido a la copresencia de la amante del faraón y de María, la cantante perseguida por la dictadura militar argentina: porque Leshaa, María y la judía sepultada viva tras la muerte de su señor son, más que personajes dotados de carnadura propia, recursos literarios del autor para llegar a lo que se propone, escalones iguales, idénticos, en un viaje iniciático que no nos lleva ni hacia “arriba” –reputado el sitio de las esferas superiores- ni hacia “abajo” –dirección entendida como conducente al inframundo- sino a otra dimensión donde, naturalmente, ninguna de las tres existe, produciendo el escalofrío especular de que el escritor y su lector, tampoco. ¿Entonces qué, la nada? Tampoco esa categoría: lo que señala más bien López Meléndez es que su texto conduce a una rendija entre la nada y su obligado opuesto, el todo. Es el tipo de destino que tenían, muy probablemente, los viajes iniciáticos de la antigüedad clásica. Un puerto donde las cadenas de anulaciones anteriores permitiera arribar a un conocimiento que incluso trascendiera el último par de opuestos, aquel que discrimina entre lo cierto y lo falso.
II. En el kairós
En El efímero paso de la eternidad encontramos, desde el título mismo de la obra, una alusión –sí ésta de tipo directo- al kairós, una de las posibilidades de entender el tiempo según la filosofía griega clásica. Kairós, además, será la vagina (como puerta de ingreso a la instancia de la nekya, en el viaje iniciático aludido por la novela). Vale decir, que dentro de los desdoblamientos instaurados abundantemente por López Meléndez, la voz griega kairós se adueña de dos significados: el de origen y el asignado en la estructura narrativa.
El kairós es, en sí mismo, un paso dentro de la eternidad dado en la escala de la temporalidad sucesiva, un espacio de ruptura abierto por la incisión que se produce al intercalarse ambas escalas temporales. “La puerta entre los mundos” (categoría espacial siempre aludida en la literatura de iniciación mística) es precedida siempre por una “puerta en el tiempo”, que no otra cosa es el kairós, definido como un instante que contiene todos, el momento de lo inefable. Es, si considerado fuera de sus parámetros, efímero, mas a su vez –en su propia medida del tiempo- dura lo que la misma eternidad.
Kairós, para la escritura bíblica, será algo diferente: es el instante en que se produce el encuentro entre el dios revelador y el hombre histórico (a fin de cuentas, también una referencia a una iniciación). Sin embargo, aunque la apropiación cristiana de éste y muchos otros términos griegos le da otro significado, redirigido hacia la divinidad, el que nos interesa es el originario.
En el mundo griego antiguo existían diversas nociones del tiempo, plasmadas en otras tantas expresiones idiomáticas. Por ejemplo, tenemos la expresión êmar –de ella derivó îmar, que en griego moderno significa el período luminoso de la jornada- aplicable exclusivamente a expresiones bien concretas, como nostimon êmar, “el día del retorno”. También existía aiôn, para aludir a la duración de la existencia humana; Platón usó esta expresión para referirse a la fuerza de la vida, que abandona al hombre en el momento de la muerte. Además, para designar al momento adecuado para la realización de algo, empleaban los griegos la expresión hôra, la que seguramente emplearon en Salamina como “el momento de derrotar a los persas”. Cuando se referían al tiempo que vemos escaparse a través de los relojes, los griegos usaban otra expresión: Chronos, entendido como una divinidad –es el Saturno de los romanos- significativamente hijo del cielo (Uranós) y de Gea (la Tierra), el matrimonio sagrado de lo masculino y lo femenino, lo positivo y lo negativo, la luz y la oscuridad, lo espiritual y lo material. El hijo de estos simultáneos principios era entendido también como la transformación permanente de lo concreto. Chronos es el cambio continuo, la dinámica que impulsa el paso de la existencia –en su aspecto positivo- y también el transcurrir que todo lo devora después de que ha pasado cierto período. La isla de Rodas era el sitio elegido por los antiguos griegos, cada año (cuidadosamente medido) para venerar a este dios y símbolo del devenir. Durante la ceremonia se sacrificaba un hombre al transcurrir del tiempo, bajo las mismas intenciones que animaban a los aztecas: obligar a chronos, que es todo sucesión y cambio, a devolver vida forzado por esa muerte, en todo tiempo y lugar innecesaria.
En lo que hace al término que nos interesa, kairós, lo empleaban los griegos para referirse a un momento de oportunidad, de ocasión favorable, un instante donde la conciencia y la circunstancia se complementan para producir un cambio o una revelación. Nótese la diferencia con el hôra, al que nos referimos antes. Así como el chronos es el tiempo del transcurrir, kairós es el tiempo de la máxima intensidad; así como el chronos es el tiempo cuantitativo, el kairós es el tiempo en su sentido cualitativo. El ahora habitual es un dominio del chronos, en tanto que la trascendencia del momento es una característica del kairós. Esta categoría especial del tiempo exige del hombre que sea aprovechado ese instante: en la Carta a los Efesios, san Pablo indicará que conviene vivir “exagorazómenoi tón kairón”, esto es, “haciendo buen uso del tiempo”. Como tiempo favorable para la realización de los actos del cuerpo y del espíritu, el kairós lo es también para la plenitud y el placer superlativos, para acceder a otros planos de conciencia. En definitiva, kairós es el momento del éxtasis, del religare (de donde proviene el término latino religio, religión), el instante propicio para la reunión del yo individual, separado del resto de las partes del universo, con las otras porciones de lo existente, la unidad. Esta noción del kairós como instante propicio para el éxtasis, que destruye la división y las categorías, se apoya también en la interpretación de Arcelisao de Pitane, el séptimo patriarca de la academia platónica. Nacido en el 300 a.d.C. en una aldea de Esparta, Arcelisao interpretó que dada la imposibilidad de acceder a la esencia misma de las cosas, la aparente validez de todas las posiciones –contrapuestas y enfrentadas- que tratan de dar respuesta a los problemas centrales de la filosofía, lo limitado de nuestra capacidad de raciocinio y las distorsiones inherentes a la aprehensión de la realidad a través de los sentidos, el único camino que le queda al sabio es la suspensión del juicio, el epojé, para aproximarse al sentido último de lo existente. El epojé arcelisiano necesita de la ocasión adecuada, cuando la conciencia, por una parte, y la circunstancia, por la otra, se tornan favorables, se encuentran en un tiempo que se puede definir como característicamente cualitativo (kairós).
Una de las mentes más brillantes del Siglo de Oro español, el escritor y jesuita Baltasar Gracián, maestro del conceptismo, admirado por Arthur Schopenhauer y por Friedrich Wilhelm Nietzsche (quien tomó de él, probablemente, su estilo marcadamente aforístico), afirmaba lo que parece un contrasentido: “¡Cuán mucha es la nada!” y también que la cifra cero tiene ambiciones de infinito. Sabemos que el cero es un símbolo, una representación del kairós.
En el instante en que Leshaa / María / la amante del faraón, la mujer triple de Teódulo López Meléndez, rompe la estructura temporal anterior, el chronos donde vive sus múltiples existencias signadas por hechos sucesivos (su relación conflictiva con Ofiuco Megeros en la ciudad de Philologus; su existencia clandestina en una Argentina dominada por una dictadura; su condición de enterrada viva en una tumba real, respectivamente, son circunstancias propias del chronos), ingresa en la ocasión favorable, el instante de eternidad del que hace buen uso iniciando la nekya, el descenso iniciático a los infiernos de la condición humana.
Leshaa / María / la amante del faraón, la mujer triple, aparece como el personaje que desencadena el discurso que constituye realmente la novela El efímero paso de la eternidad; una sucesión paroxística de imágenes sinestésicas, donde los sentidos a los que apela el autor se funden y desdoblan. Lo táctil se ve, lo visual se gusta, los sentidos así no sólo se desordenan, como lo quería Arthur Rimbaud para lo mismo, sino que se multiplican, como Leshaa / María / la amante del faraón, la mujer triple, lo hace.
Dentro de la tradición cultural occidental, que garantiza la primacía desde hace más de 3.000 años de lo masculino sobre lo femenino, aquellas virtudes que estimamos “positivas” son símbolo de lo varonil. La lógica, la capacidad misma de razonar, lo luminoso, lo fuerte, lo estable, son todos valores asignados a una simbología masculina. En vez, lo femenino tiene por atributos lo irracional, lo oscuro, lo débil, lo inestable. Se oculta así que la primera organización de lo humano fue realizada por un matriarcado, que las primeras deidades que forjaron los hombres en sus mentes y representaron en cuerno, marfil y hueso eran divinidades femeninas. Esta relegación a lo marginal de toda la simbología femenina arrastró consigo a aquellas variantes de la conciencia que no deben interrumpir el flujo normal del pensamiento especulativo –atribuido como vimos, sólo a los hombres- indiscutiblemente este último dominio del chronos. Entonces, según esta arbitraria división, quedaría para el otro tipo de tiempo imaginado por los griegos la condición de “femenino”: el kairós es el dominio de lo no utilitario –el hôra-; de lo no luminoso –el êmar-; de lo que no tiene que ver con la duración de la vida y sí mucha relación con su opuesto, la muerte, en tanto que es ésta momento de ruptura de la continuidad de la existencia –el aiôn-. Consecuentemente, de los cinco tipos de tiempo que imaginaron los griegos cuando estaban construyendo nuestra cultura, sólo el kairós podría asimilarse a la simbología femenina.
Esta última cualidad cerraría el círculo de nuestra especulación respecto de El efímero paso de la eternidad, mostrando que esa figura geométrica, el cero atribuido al kairós, implica una fisura dentro del tiempo masculino especulativo, un hueco, un agujero en lo temporal objetivo y sucesivo, una fisura que abre la posibilidad no sólo de escapar del fluir de chronos que se dirige exclusivamente hacia la muerte, no solamente la ocasión propicia para acceder al éxtasis, sino también otra posibilidad implícita. La de huir del dominio de la ley masculina, de Ofiuco Megeros, que como el Teseo de Selinunte, domina y posee un doble discurso. La metáfora desplegada por Teódulo López Meléndez se aclara pensando que para estar en manos del eufemismo, la descripción del mundo que hemos reseñado más extensamente antes, es condición sine qua non “estar” dentro del mundo. En el tiempo de la eternidad –aunque su paso sea efímero, como todo momento lo es, más allá de su intensidad cualitativa- que es el kairós, la descripción eufemística del mundo no puede tocarnos, dado que el kairós es, en sí, la fisura misma de toda descripción totalizante. El epojé arcelisiano, la suspensión de los sentidos durante el éxtasis, el mundo que se extiende a partir de la nekya, escapan a toda descripción racional y el universo burgués es una de ellas: una construcción cultural que, durante un instante provechoso, es borrado por otra.
NOTAS
(1) “El Bedeutung es el objeto al que se refiere el signo. Naturalmente, no se ha de entender, en forma ingenua, que este objeto es siempre un objeto físico individual, sino que suele ser una clase de objetos. En cambio, el Sinn es el modo como este objeto se presenta a la mente o es entendido. El ejemplo más clásico es el de la pareja de expresiones / estrella vespertina / y / estrella matutina / que, según Frege, aunque en la astronomía clásica se consideraban como dos estrellas diferentes, en realidad ambas se refieren a Venus. El planeta Venus, por lo tanto, es el Bedeutung de ambos signos, pero hay dos Sinnen, dos sentidos, dos modos de intencionar el objeto, como ´Héspero´ o como ´Fósforo´ (Quine, 1953).”
Eco, Umberto: Segno. Ed. Instituto Editoriale Internazionale (ISEDI), Milán, Italia, 1973.
(2) “1] Novela de vagabundeo. El protagonista es un punto que se mueve en el espacio, que carece de características importantes y que no representa por sí mismo el centro de atención artística del novelista. Su movimiento en el espacio (el vagabundeo y en parte las aventuras, que consisten principalmente en pruebas) permite al al artista exponer y evidenciar la heterogeneidad espacial y social (estática) del mundo (países, ciudades, culturas, naciones, diferentes grupos sociales y las condiciones específicas de su vida). Este tipo de representación del héroe y de estructuración de la novela es el naturalismo de la antigüedad clásica ( Petronio, Apuleyo, peregrinación de Escolpio y otros, viajes de Lucio el asno) y la picaresca europea: Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Franción, Gil Blas y otras. El mismo principio, pero de una forma más compleja, predomina en la picaresca de Defoe (El capitán Singleton, Moll Flanders y otras), en la novela de Smollet (Roderick Random, Peregrin Pickle, Hamfry Clincker). Finalmente, el mismo principio de representación del héroe fundamenta, en su forma más compleja, algunas variedades de la novela de aventuras del siglo XIX que continuaron la línea de la picaresca. La novela de vagabundeo se caracteriza por una concepción puramente espacial y estadística de la heterogeneidad del mundo. El mundo es la contigüidad espacial de diferencias y contrastes; y la vida representa una alternancia de distintas situaciones contrastantes: buena o mala suerte, felicidad o desdicha, triunfos o derrotas, etcétera.”
Bajtín, Mijaíl Mijáilovich: Estética de la creación verbal. Siglo XXI Editores, México DF, México, 1998.
Kairós, para la escritura bíblica, será algo diferente: es el instante en que se produce el encuentro entre el dios revelador y el hombre histórico (a fin de cuentas, también una referencia a una iniciación). Sin embargo, aunque la apropiación cristiana de éste y muchos otros términos griegos le da otro significado, redirigido hacia la divinidad, el que nos interesa es el originario.
En el mundo griego antiguo existían diversas nociones del tiempo, plasmadas en otras tantas expresiones idiomáticas. Por ejemplo, tenemos la expresión êmar –de ella derivó îmar, que en griego moderno significa el período luminoso de la jornada- aplicable exclusivamente a expresiones bien concretas, como nostimon êmar, “el día del retorno”. También existía aiôn, para aludir a la duración de la existencia humana; Platón usó esta expresión para referirse a la fuerza de la vida, que abandona al hombre en el momento de la muerte. Además, para designar al momento adecuado para la realización de algo, empleaban los griegos la expresión hôra, la que seguramente emplearon en Salamina como “el momento de derrotar a los persas”. Cuando se referían al tiempo que vemos escaparse a través de los relojes, los griegos usaban otra expresión: Chronos, entendido como una divinidad –es el Saturno de los romanos- significativamente hijo del cielo (Uranós) y de Gea (la Tierra), el matrimonio sagrado de lo masculino y lo femenino, lo positivo y lo negativo, la luz y la oscuridad, lo espiritual y lo material. El hijo de estos simultáneos principios era entendido también como la transformación permanente de lo concreto. Chronos es el cambio continuo, la dinámica que impulsa el paso de la existencia –en su aspecto positivo- y también el transcurrir que todo lo devora después de que ha pasado cierto período. La isla de Rodas era el sitio elegido por los antiguos griegos, cada año (cuidadosamente medido) para venerar a este dios y símbolo del devenir. Durante la ceremonia se sacrificaba un hombre al transcurrir del tiempo, bajo las mismas intenciones que animaban a los aztecas: obligar a chronos, que es todo sucesión y cambio, a devolver vida forzado por esa muerte, en todo tiempo y lugar innecesaria.
En lo que hace al término que nos interesa, kairós, lo empleaban los griegos para referirse a un momento de oportunidad, de ocasión favorable, un instante donde la conciencia y la circunstancia se complementan para producir un cambio o una revelación. Nótese la diferencia con el hôra, al que nos referimos antes. Así como el chronos es el tiempo del transcurrir, kairós es el tiempo de la máxima intensidad; así como el chronos es el tiempo cuantitativo, el kairós es el tiempo en su sentido cualitativo. El ahora habitual es un dominio del chronos, en tanto que la trascendencia del momento es una característica del kairós. Esta categoría especial del tiempo exige del hombre que sea aprovechado ese instante: en la Carta a los Efesios, san Pablo indicará que conviene vivir “exagorazómenoi tón kairón”, esto es, “haciendo buen uso del tiempo”. Como tiempo favorable para la realización de los actos del cuerpo y del espíritu, el kairós lo es también para la plenitud y el placer superlativos, para acceder a otros planos de conciencia. En definitiva, kairós es el momento del éxtasis, del religare (de donde proviene el término latino religio, religión), el instante propicio para la reunión del yo individual, separado del resto de las partes del universo, con las otras porciones de lo existente, la unidad. Esta noción del kairós como instante propicio para el éxtasis, que destruye la división y las categorías, se apoya también en la interpretación de Arcelisao de Pitane, el séptimo patriarca de la academia platónica. Nacido en el 300 a.d.C. en una aldea de Esparta, Arcelisao interpretó que dada la imposibilidad de acceder a la esencia misma de las cosas, la aparente validez de todas las posiciones –contrapuestas y enfrentadas- que tratan de dar respuesta a los problemas centrales de la filosofía, lo limitado de nuestra capacidad de raciocinio y las distorsiones inherentes a la aprehensión de la realidad a través de los sentidos, el único camino que le queda al sabio es la suspensión del juicio, el epojé, para aproximarse al sentido último de lo existente. El epojé arcelisiano necesita de la ocasión adecuada, cuando la conciencia, por una parte, y la circunstancia, por la otra, se tornan favorables, se encuentran en un tiempo que se puede definir como característicamente cualitativo (kairós).
Una de las mentes más brillantes del Siglo de Oro español, el escritor y jesuita Baltasar Gracián, maestro del conceptismo, admirado por Arthur Schopenhauer y por Friedrich Wilhelm Nietzsche (quien tomó de él, probablemente, su estilo marcadamente aforístico), afirmaba lo que parece un contrasentido: “¡Cuán mucha es la nada!” y también que la cifra cero tiene ambiciones de infinito. Sabemos que el cero es un símbolo, una representación del kairós.
En el instante en que Leshaa / María / la amante del faraón, la mujer triple de Teódulo López Meléndez, rompe la estructura temporal anterior, el chronos donde vive sus múltiples existencias signadas por hechos sucesivos (su relación conflictiva con Ofiuco Megeros en la ciudad de Philologus; su existencia clandestina en una Argentina dominada por una dictadura; su condición de enterrada viva en una tumba real, respectivamente, son circunstancias propias del chronos), ingresa en la ocasión favorable, el instante de eternidad del que hace buen uso iniciando la nekya, el descenso iniciático a los infiernos de la condición humana.
Leshaa / María / la amante del faraón, la mujer triple, aparece como el personaje que desencadena el discurso que constituye realmente la novela El efímero paso de la eternidad; una sucesión paroxística de imágenes sinestésicas, donde los sentidos a los que apela el autor se funden y desdoblan. Lo táctil se ve, lo visual se gusta, los sentidos así no sólo se desordenan, como lo quería Arthur Rimbaud para lo mismo, sino que se multiplican, como Leshaa / María / la amante del faraón, la mujer triple, lo hace.
Dentro de la tradición cultural occidental, que garantiza la primacía desde hace más de 3.000 años de lo masculino sobre lo femenino, aquellas virtudes que estimamos “positivas” son símbolo de lo varonil. La lógica, la capacidad misma de razonar, lo luminoso, lo fuerte, lo estable, son todos valores asignados a una simbología masculina. En vez, lo femenino tiene por atributos lo irracional, lo oscuro, lo débil, lo inestable. Se oculta así que la primera organización de lo humano fue realizada por un matriarcado, que las primeras deidades que forjaron los hombres en sus mentes y representaron en cuerno, marfil y hueso eran divinidades femeninas. Esta relegación a lo marginal de toda la simbología femenina arrastró consigo a aquellas variantes de la conciencia que no deben interrumpir el flujo normal del pensamiento especulativo –atribuido como vimos, sólo a los hombres- indiscutiblemente este último dominio del chronos. Entonces, según esta arbitraria división, quedaría para el otro tipo de tiempo imaginado por los griegos la condición de “femenino”: el kairós es el dominio de lo no utilitario –el hôra-; de lo no luminoso –el êmar-; de lo que no tiene que ver con la duración de la vida y sí mucha relación con su opuesto, la muerte, en tanto que es ésta momento de ruptura de la continuidad de la existencia –el aiôn-. Consecuentemente, de los cinco tipos de tiempo que imaginaron los griegos cuando estaban construyendo nuestra cultura, sólo el kairós podría asimilarse a la simbología femenina.
Esta última cualidad cerraría el círculo de nuestra especulación respecto de El efímero paso de la eternidad, mostrando que esa figura geométrica, el cero atribuido al kairós, implica una fisura dentro del tiempo masculino especulativo, un hueco, un agujero en lo temporal objetivo y sucesivo, una fisura que abre la posibilidad no sólo de escapar del fluir de chronos que se dirige exclusivamente hacia la muerte, no solamente la ocasión propicia para acceder al éxtasis, sino también otra posibilidad implícita. La de huir del dominio de la ley masculina, de Ofiuco Megeros, que como el Teseo de Selinunte, domina y posee un doble discurso. La metáfora desplegada por Teódulo López Meléndez se aclara pensando que para estar en manos del eufemismo, la descripción del mundo que hemos reseñado más extensamente antes, es condición sine qua non “estar” dentro del mundo. En el tiempo de la eternidad –aunque su paso sea efímero, como todo momento lo es, más allá de su intensidad cualitativa- que es el kairós, la descripción eufemística del mundo no puede tocarnos, dado que el kairós es, en sí, la fisura misma de toda descripción totalizante. El epojé arcelisiano, la suspensión de los sentidos durante el éxtasis, el mundo que se extiende a partir de la nekya, escapan a toda descripción racional y el universo burgués es una de ellas: una construcción cultural que, durante un instante provechoso, es borrado por otra.
NOTAS
(1) “El Bedeutung es el objeto al que se refiere el signo. Naturalmente, no se ha de entender, en forma ingenua, que este objeto es siempre un objeto físico individual, sino que suele ser una clase de objetos. En cambio, el Sinn es el modo como este objeto se presenta a la mente o es entendido. El ejemplo más clásico es el de la pareja de expresiones / estrella vespertina / y / estrella matutina / que, según Frege, aunque en la astronomía clásica se consideraban como dos estrellas diferentes, en realidad ambas se refieren a Venus. El planeta Venus, por lo tanto, es el Bedeutung de ambos signos, pero hay dos Sinnen, dos sentidos, dos modos de intencionar el objeto, como ´Héspero´ o como ´Fósforo´ (Quine, 1953).”
Eco, Umberto: Segno. Ed. Instituto Editoriale Internazionale (ISEDI), Milán, Italia, 1973.
(2) “1] Novela de vagabundeo. El protagonista es un punto que se mueve en el espacio, que carece de características importantes y que no representa por sí mismo el centro de atención artística del novelista. Su movimiento en el espacio (el vagabundeo y en parte las aventuras, que consisten principalmente en pruebas) permite al al artista exponer y evidenciar la heterogeneidad espacial y social (estática) del mundo (países, ciudades, culturas, naciones, diferentes grupos sociales y las condiciones específicas de su vida). Este tipo de representación del héroe y de estructuración de la novela es el naturalismo de la antigüedad clásica ( Petronio, Apuleyo, peregrinación de Escolpio y otros, viajes de Lucio el asno) y la picaresca europea: Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Franción, Gil Blas y otras. El mismo principio, pero de una forma más compleja, predomina en la picaresca de Defoe (El capitán Singleton, Moll Flanders y otras), en la novela de Smollet (Roderick Random, Peregrin Pickle, Hamfry Clincker). Finalmente, el mismo principio de representación del héroe fundamenta, en su forma más compleja, algunas variedades de la novela de aventuras del siglo XIX que continuaron la línea de la picaresca. La novela de vagabundeo se caracteriza por una concepción puramente espacial y estadística de la heterogeneidad del mundo. El mundo es la contigüidad espacial de diferencias y contrastes; y la vida representa una alternancia de distintas situaciones contrastantes: buena o mala suerte, felicidad o desdicha, triunfos o derrotas, etcétera.”
Bajtín, Mijaíl Mijáilovich: Estética de la creación verbal. Siglo XXI Editores, México DF, México, 1998.
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