domingo, 28 de julio de 2013
jueves, 18 de julio de 2013
El fracaso de una construcción
Teódulo López Meléndez
Si algo podemos asegurar es el de un fracaso en los
dos polos del conflicto venezolano. Ninguno de los dos ha logrado crear un
sentido en medio de un entorno complejo. El mantenimiento conflictual no ha
conducido a otra cosa que a la pérdida de un imaginario, a la fragmentación y
atrincheramiento en posiciones secundarias y a un desgaje de la verdad en un
simple juego de poder donde nadie se ocupa de verificar las proposiciones.
Quizás la enseñanza radique en la inviabilidad de los
extremismos. Lo que vemos es la derrota de un cuerpo social de pensamiento
débil. El conflicto procura acuartelarse en hechos puntuales que vienen
tergiversados a voluntad provocando una inigualable ruptura entre ellos y sus significados.
En otras palabras, lo que han logrado las partes enfrentadas es una ruptura de
toda capacidad de percepción.
Estamos
frente a un país que ha soportado los embates de una desarticulación del pasado
histórico, lo que ha sembrado dudas inclusive frente a la pregunta acerca de
nuestro origen. Frente a uno que se pregunta si somos los mismos en la
constitución de una nación. Y lo más grave: la percepción de futuro se ha
presentado como una disyuntiva de ruptura. El ascenso de los sectores más desvalidos
hasta el protagonismo político ha sido asumido desde una mirada conflictiva y
no como invención de mundo. La carga simbólica no ha servido para la
construcción de un imaginario social compartido (término grato a Cormelius
Castoriadis), sino que ha sido elevado
al grado de indeterminación.
Quienes
mayormente parecen entender – y he aquí la excepción que llama a las
posibilidades positivas- son los
miembros de los grupos sociales plenamente conscientes de su ascenso, si a ver
vamos los estudios realizados por diversas empresas de análisis social. En los focus group se expresan con propiedad y
en dominio de un lenguaje incluso superior al de mucho político que pulula por
las pantallas de la televisión. Allí expresan su apoyo a los avances sociales
del gobierno, pero reivindican la permanencia de la empresa privada a la que
asocian con creación y oferta de empleo. En otras palabras, no excluyen un
sistema del otro. Lo resumen queriendo lo que consideran virtudes de ambos y
las miran como no excluyentes. Cuando se les interroga sobre como denominarían
a este híbrido responden: Democracia.
La
revisión de estas respuestas nos lleva a encontrar, en primer lugar, una no
inclinación hacia el conflicto en los sectores a los que, no sin ligereza, se
atribuye mayor facilidad para el ejercicio violento y, en segundo lugar, una
constatación del ascenso social como productor de una capacidad de visión que
excede a la de los sectores que podríamos llamar ‘élites ilustradas”. Ello no
puede conducir a conclusión distinta de la admisión de la existencia de un
cambio de país que se acepta o se queda excluido, por encima inclusive de los
afanes represivos del gobierno que continúa con su práctica agotada de
focalizar la represión o de abusar del poder. El gobierno que originalmente
hizo protagonistas terminará siendo un protagonizado.
Ahora
bien, cualquier sospecha de pérdida de lo alcanzado puede determinar la
aparición de la violencia. La falta del sector que se opone al régimen aparece
así, fundamentalmente, como una incomprensión del imaginario de la mitad que lo
respalda. La causa es muy sencilla: el objetivo se limita a su desplazamiento
del poder y no a una alternativa de comprensión global del futuro compartible.
En
el país que aparece el discurso está atravesado por una ambigüedad normal a lo que no es una
especificidad, sino más bien una forma de reproducción social que avanza hacia
una especie de identificación que excede a las tipologías, que busca un sentido
al que debe ofrecerse una variante no populista (en el sentido de evitar la
creación de un Estado-padre que no reclama comportamientos de superación) y que
comience por admitir que esta imaginación de la relación social tiene vocación
de futuro y que, al tenerla, marca el presente. De allí que el mantenimiento
del conflicto en los términos descritos afecta de manera determinante lo real
social pues va conformando una experiencia que puede conducir a la creencia de
una repetición ineludible del pasado. Esto es, los sectores en ascenso pudieran
llegar a considerar la realidad del enfrentamiento político de una u otra
manera: como un ejercicio insuperable de la realidad o conceder una nueva forma
de comprensión que los haga marchar hacia la imposición de una nueva
posibilidad. Vista la concreción del presente en inflación, desabastecimiento,
ineficacia y deterioro de la calidad de vida deberemos apelar a aquello que se
ha dado en denominar la utilidad social de las ideas, esto es, que logremos las
ideas se hagan evidencia social desde donde podamos iniciar la nueva lectura.
lunes, 15 de julio de 2013
jueves, 11 de julio de 2013
Entender la emersión de nuevos significantes culturales
Teódulo López
Meléndez
Es evidente la interrelación entre política y cultura.
Desde un punto de vista antropológico puede hablarse de esa cultura política
como una reproducción y transformación de operaciones simbólicas. La cultura
conforma las concepciones políticas puesto que es un conjunto de símbolos,
valores y normas que constituyen significados. De esta manera puede asegurarse
que las acciones que vemos en el campo de la política no son accidentales.
Estos significados no están entonces tan determinados
por lo exterior, como se piensa, sino por una conformación interior derivada de
una acumulación de sentidos que se ha convertido, en cuanto a la acción del
grupo social, en lo que podríamos denominar un depósito común de sentidos el
cual se modifica en la realidad social y en los movimientos que se suceden en
el acontecer cotidiano. En momentos de gran conflictividad ese conjunto se
mueve hacia el enfrentamiento o hacia una pasividad derivada de los términos
inaceptables del conflicto.
Una referencia específica que siempre nos ha ocupado
es la clase media venezolana, a la que hemos calificado de profundamente
inculta en lo político. Sin embargo, la realidad venezolana de hoy impele a
considerar la tesis de si se puede continuar hablando de su existencia. Es
segundo lugar, creemos Venezuela es la prueba de la desaparición del viejo
aserto de que ella era factor fundamental de la estabilidad y de la vigencia
democrática.
Hoy en día, en el análisis cultural político, se
privilegia, como lo hacemos constantemente, el concepto de ciudadanía, una que,
incluso, ha sido llamada “de la diferencia”, en el sentido de pasar el viejo
catálogo de clases sociales a un segundo plano, lo que quiere decir que las
diferencias que se ponen de manifiesto son las diferencias de carácter
cultural. Para redondear el concepto, el objetivo deja de ser las “clases” para
centrarse en el estudio y el combate en pobreza y marginación.
Todo este imaginario colectivo ya no parece depender
en la Venezuela de hoy del grado de nivel educativo alcanzado por el individuo,
lo que habla del mantenimiento de un sistema educativo de repetición. Más bien
se ha conformado por una politización excesiva que ha contribuido al conflicto,
pero también a una movilidad social y a la creación de nuevos paradigmas en las
clases emergentes.
Entender este nuevo entramado cultural no nacido de
las clases altas y medias, sino de las que aún son calificadas como D y E, es
absolutamente indispensable para comprender lo que llamaremos un nuevo
imaginario y que tiene una manifestación electoral dura aún por encima de las
contingencias, como la ineficiencia gubernamental.
Bien podría asegurarse, entonces, hay nuevos y
variados símbolos en curso conformando
una nueva conciencia política, uno no inclinada al conflicto sino más bien una
que solicita armonía entre las ofertas y que el único riesgo que ve es la
pérdida de la capacidad de participación conquistada así como de los beneficios
tangibles obtenidos.
Es así como, a pesar de los esfuerzos de propósito de
obtención y conservación de poder, como ataques despiadados a la “burguesía”,
el odio propio del conflicto perverso se limita a pequeños grupos altamente
politizados e instrumentados para el cumplimiento de misiones de
amedrentamiento. En Venezuela el conflicto no lo es entre clases sociales.
Sin una sólida base cultural es imposible
el desarrollo del capital social, uno que, como todo capital, aumenta o
disminuye. Es ese capital social el que realmente modifica estructuralmente.
Ello incluye el control social, el que ejercido debidamente impulsa un
pensamiento colectivo de convergencia en la diversidad. Entonces estamos ante
la necesidad de reconocimiento de los nuevos códigos culturales para ir a una
identidad plural de valores, símbolos y significados, inmersos todos en normas
de conducta salidas de la nueva realidad, pues la única manera de producir
acciones colectivas de entendimiento es haciéndolas partir de prácticas
cognitivas que generan conocimiento.
Al hablar de cambio como
congruencia cultural estamos haciéndolo de la aceptación del principio de la
cultura como creación y transformación. Entre el orden y el conflicto, entre la
incertidumbre y la certidumbre, se mueven los equilibrios de poder y los
modelos mentales que los rigen. Mientras más cultura política más estabilidad
democrática, lo que presupone asegurar una superación del concepto de clase
media como garante de su estabilidad, para atribuirla preferentemente a la
adquisición de un grado superior de cultura política independiente de estratos
sociales y, paradójicamente, de la vieja y colapsada estructura educativa.
jueves, 4 de julio de 2013
De la política como cultura
Teódulo López
Meléndez
Es obvia la relación entre política y conflicto.
Cuando hemos abordado el tema hemos procurado obviar, en la manera de lo
posible, la doctrina filosófica y
jurídica que viene desde los tiempos más antiguos. Nuestro conflicto es uno que
denominamos “perverso”, por su grado de intensidad en cuanto a efectos
disociatorios.
En efecto, la perversidad alcanza hasta plantearse en
términos decisivos, pues afecta la unidad e identidad del cuerpo social mismo.
Estamos en el caso de una acción de poder que pretende eternizarse sobre la
base de una imposición de términos no consensuales. Ello implica desde el
cambio del relato histórico aceptado hasta un trastocar vengativo de los términos
de la represión. Es decir, estamos sembrados en una irracionalidad que afecta
la amalgama social misma.
Para lograr sus objetivos el conflicto procura hacerse
permanente, sin un respiro, cuestión de cada día, ataque permanente a la otra
mitad del cuerpo social. La rivalidad con el “enemigo” alcanza términos
patológicos. Ello conlleva a una polarización entre quienes se aferran al
esfuerzo hegemónico y quienes pretenden sustituirlo por un retorno a un marco
institucional de democracia clásica.
La experiencia histórica es abundante en cuanto a
casos consecuenciales de tragedia, pero también ha asomado posibilidades de
surgimiento de nuevas formas, instituciones y procedimientos y,
fundamentalmente, a la conformación de nuevos sentidos. Para que esto último se
haga factible es menester someter el conflicto, no eliminarlo, pues la
conflictividad le es inherente. Es obvio que contra la conformación de nuevos
sentidos conspira la realidad de odio y el estancamiento en las pasiones
derivadas de las pretensiones de los “enemigos”. La mediocridad de los factores
actuantes es un elemento que torna imposible, desde la visión interna del
conflicto mismo, objetivar el desbordamiento que pasa por encima de los bordes
del cauce.
Se debe comenzar por dejar de lado toda pretensión de
“instituido” para aceptar que todo el proceso de la rivalidad política debe ser
una permanente construcción de lo social.
De esta manera vuelve a aparecer el concepto de incertidumbre como a uno
a ser gestionado, tal como se gestiona un déficit, en este caso uno de
consensos, propósito lograble mediante una normativa reguladora que haga de lo
agonístico una manifestación natural del cambio social.
Debemos aprender que las elecciones no son la
democracia, no más que una forma adicional de expresión. La verdadera
democracia es una forma cultural y, en consecuencia, un relato
multisignificante que alcanza su poder creador asentado sobre una normativa que
rige al domeñar la incertidumbre a términos manejables mientras autoriza todas
las significaciones que permitirán la adecuación más aproximada a la justicia.
La cultura democrática se genera en la interacción
social. Muchas sociedades acostumbran dormir en la indiferencia dejando a los
actores políticos sin control, sin manifestar algún interés por los asuntos
colectivos y encerrándose en sus propios intereses. Hasta que el conflicto
emerge, y/o por la caída del establecimiento y la aparición de una fuerza
desafiante que pretende trastocar hasta los elementos básicos en que esa
sociedad estaba establecida. En su defensa sólo alcanzan a rememorar las formas
anteriores que le otorgaban tranquilidad y sosiego.
Frente al conflicto hay que inventar respuestas
nuevas. Es lo que denominaremos el desarrollo de una nueva cultura política. Ella
es pensamiento y acción. La cultura política no es una entelequia. Es al mismo
tiempo pensamiento que conlleva a los nuevos sentidos y los nuevos sentidos que
no se pueden generar sin pensamiento.
Pareciera estamos inmersos en una cultura de
legitimación del conflicto “perverso”, mediante una aceptación de los términos
de su desarrollo, dado que los actores se visten con las cargas simbólicas de
su curso. Debemos asumir una cultura de cambio que debe aceptarse como
modificaciones sustanciales en todos los órdenes de la vida social y que
permita un reconocimiento tal capaz de generar de nuevo identidad y
reconocimiento mutuo.
miércoles, 3 de julio de 2013
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