Teódulo López Meléndez
La clase política
venezolana es, seguramente, la peor que podamos recordar en nuestra larga
historia de país viejo lleno de juventud.
He usado la palabra
estulticia para referirme al diario bochorno de un debate intrascendente, donde
los intereses sectoriales prevalecen, de tal manera obvia que se puede afirmar
nadie mira a los intereses superiores de la república.
El gobierno no es
gobierno ni la oposición es oposición. Esto es una entelequia, un campamento o
un erial, como se prefiera.
La “unidad” fue
convertida en un fetiche, en un chantaje que sirve, según cada bando, para
sostener la revolución o para enfrentar al régimen, proposición que en verdad
sólo es usada para mantener clientelas y el juego perverso. Últimamente se le
ha sumado un chantaje, adicional, la recurrencia a la palabra “antipolítica”
para señalar cualquier muestra de desagrado con lo que sucede.
He apelado en
innumerables ocasiones al concepto de “unidad superior”, una que ya es
patéticamente imposible si los llamados a la “unidad” no son sustituidos por un
firme llamado a la división.
El país tiene que
terminar de dividirse, de fraccionarse, como única posibilidad de comenzar la
regeneración. Tienen que dividirse los partidarios de ambos bandos. En el
régimen y en la oposición formal han aparecido los bandos internos, pero aún,
cobardemente, permanecen en sus senos por creencias atávicas venezolanas de que
sin partido se está perdido o de que sin la ubre del poder no hay manera de
sobrevivir. No logran entender, o no quieren, que es menester rebarajar las
cartas como única posibilidad de encontrar alivio a este sofoco donde ya no
bastan plantas de ozono.
Tiene que dividirse
el PSUV y tiene que dividirse la MUD. Tienen que dividirse los partidos que en
esta última han encontrado cobijo para elegir algunos concejales, alcaldes o
diputados. Hay juventudes partidistas que no comulgan, que no tienen nada que
ver con los eternos jefazos internos y que deben procurar una redistribución de
las posibilidades. Es menester dividirse. La gente honesta que cohonesta los
acuerdos por debajo de la mesa debe dejar de hacerlo, debe dividir. En este
país todas las reglas matemáticas han sido cambiadas: ya la única posibilidad
de multiplicar es dividiendo.
Por el país hay
abundancia de pequeños grupos sin relación alguna entre ellos, tantos que un
amigo tiene como propósito hacer un censo. A ellos hay que sumarles todos los
que salgan de la multiplicidad de divisiones necesarias, como condición sine
que non para recomenzar un reagrupamiento imprescindible. Sólo desde la
división podrán entender los puntos en comunes y la inmensa posibilidad de
lograr una unidad superior. Hay que dividir, hay que dividirse. Ya el único
llamado posible en este campamento es a la división.
Es necesario un
gran divorcio a la venezolana. En su momento escribí un texto titulado
“Matrimonio a la italiana” para referirme al caso de unión allí de sectores del
Partido Comunista y de la Democracia Cristiana para la formación hacia el
centro, que fue cubierto bajo conceptos como símbolo viviente de nuevas concepciones de la
vida política, como un llamado a superar las incertidumbre, como una proclama
del fin de los protagonismos, la elección de los directivos en primarias, como
el fin de las dañinas cuotas y grupos internos. Se produjo la unión luego de
una noviazgo de 12 años porque ambas partes entendieron que el PCI y la DC
estaban muertos, que su ciclo había terminado y que las ideologías había que
enterrarlas en aras de un pragmatismo sustentado por nuevas ideas y nuevos
paradigmas.
Es tal el caso
nuestro que la única invocación posible es a un divorcio generalizado, a una
multiplicidad de traumas, dado que nuestros actores no se entenderán nunca
terminados. Tómese este texto como un responsable y sólido llamado a la
división.
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