El poder como estrategia





Teódulo López Meléndez

Max Weber (Sociología del poder: los tipos de dominación, Alianza (2012) definió al poder como la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, incluso contra toda resistencia y cualquiera fuese el fundamento de esa probabilidad.

Esta definición ha pesado a lo largo de la historia de la ciencia política, no sin profundos choques, del marxismo por ejemplo, hasta las más actuales concepciones. Ciertamente el concepto de poder se ha hecho elusivo, disperso, siendo Michel Foucault quien en la contemporaneidad lo abordó con mayor ahínco.

La ciencia política ha procurado desmenuzar un concepto que incluso se ha llegado a señalar como fuera de ella misma. Muchos lo han limitado a un subconjunto de relaciones sociales donde algunas de sus unidades dependen del comportamiento de otras no sin la advertencia de que su ejercicio lleve por condición inherente la satisfacción de los fines de alguien. En las concepciones novedosas se le considera como debe ser, como una participación en la toma de decisiones, lo que quiere significar una relación interpersonal.  Aun así, en esta concepción cercana al pensamiento de Hanna Arendt (Los orígenes del totalitarismo, 1951, 1955 ALIANZA EDITORIAL), hay que recordar que sin poder las cosas que suceden no habrían sucedido, de manera que con Karl Deutsch (Los nervios de Gobierno: Modelos de Comunicación Política y Control Paidós, 1968) hay que admitir que poder significa cambio de probabilidades en los acontecimientos del mundo, esto es, la posibilidad de alterar los cambios en proceso.

Como decíamos, en Arendt el poder se deslastra de coacción pues es una capacidad de actuar concertadamente, mientras la autoridad (distinción también vigente en Weber) es una variante que ejercen unos pocos con reconocimiento de aquellos a quienes se pide acatamiento, pero no sin distinciones pues para Arendt el poder sólo puede sobrevivir por el grado de adhesión que logre. Mantener, entonces, el ejercicio de poder sin consentimiento, se llama dictadura.

Foucault se centra en cómo se ejerce el poder, lo que lo reduce a un análisis de una situación estratégica compleja en un momento dado en una sociedad dada, distinguiendo entre violencia y poder, pues el poder requiere reconocimiento.  La crisis de los partidos políticos, por ejemplo, copiados en su verticalidad del modelo estalinista, han llevado a la exigencia de horizontalidad y a la aparición de las denominadas “organizaciones inteligentes” y, por ende, a una profunda revisión del concepto de poder.  
   
La caracterización de la red implica heterogeneidad, elementos dispares unidos por líneas, definidos por las conexiones. En algunos casos han tenido éxito en la conformación de un poder actuante, caso de las revoluciones árabes o de las expresiones iniciales de los llamados “indignados” y en muchos otros han derivado en Torres de Babel donde la anarquía predomina y se hace imposible cualquier coordinación, a pesar del aparente propósito común. Por supuesto que las redes no son jerárquicas, aunque los detentadores que llamaremos “poder agonizante” (partidos, sindicatos, gremios, universidades) se cierren en las suyas propias tratando de crear una verticalidad disfrazada mediante la condena de cualquier alteración. A pesar de todo, incluso del languidecimiento de la red como instrumento de cambio político, es obvio que el tradicional concepto de poder es cuestionado, al emerger como sustitutos de la fuerza y la coacción un intercambio de negociación  y de estímulo. Si lo queremos decir de otra manera, el concepto de poder cambia con la modificación de los paradigmas, lo que nos lleva de nuevo a Foucault en cuanto a centrarse en su ejercicio y también al concepto de realidad pero, más aún, a un análisis de la complejidad donde el poder se transforma en un análisis de los objetivos perseguidos por un sector particular.

Bien podríamos decir que el análisis del poder se ha convertido en un buceo en un área específica de la realidad, en una profundización en alguna situación de una sociedad. En términos de Foucault (“La arqueología del saber”) el objetivo a estudiar son las instituciones de poder, la relación entre el sujeto y la verdad, dado que esta última se produce debido a numerosas coacciones y cada sociedad tiene o adquiere una especie de “política general” de la verdad, determinando lo que asume como verdadero o falso. En otras palabras, la búsqueda debe dirigirse a la historia de los discursos y su influencia en la creación de subjetividades. Ahora bien, poder así entendido es la capacidad de imposición a otros de mi verdad, lo que el filósofo francés termina llamando biopoder.

La imposición del discurso es, pues, elemental procedimiento para todo régimen que pretenda construir verdades en la subjetividad de los sujetos que espera obedezcan.  En Venezuela la ritualización ha llegado a su máximo esplendor, una para la cual los venezolanos no consiguieron otras maneras de juego, unas encarnadas en maneras distintas de pensar que encarnen acontecimientos contra la estabilidad de un poder que ha asumido la especialización de construir realidad desde el discurso. El poder, así considerado, no es más que una estrategia.

La estrategia del poder y el poder como espectáculo

El poder recurre a diversas maneras para mantener voluntades a su servicio, tales como el uso del miedo, retiro de las recompensas o la permanente amenaza de castigo a la resistencia. El poder, visto así, es asimétrico y su fuente la dependencia unilateral. Puede ejercerse poder por vía de la persuasión o del entendimiento, lo que implica, aún así, una percepción de cuánto poder tiene el sujeto y cuánto está dispuesto a ejercer, vigente aún en el sistema de redes.

El poder recurre a la distracción mediante el desvío de la atención de los problemas fundamentales. Para ello suele utilizar un proceso de inundación de informaciones intrascendentes, distraccionistas, que colocan a la gente alelada en temas sin importancia. Pueden crearse artificialmente problemas para ofrecer de inmediato soluciones. Puede permitirse un desbordamiento de violencia hamponil que conlleve a exigencias de dureza, aplicar procesos de degradación de las condiciones de vida para hacer aceptable la supuesta acción correctora ideologizada del poder o recurrir a la vieja frase de que son necesarios correctivos muy duros, pero absolutamente necesarios y sobre todo, la constante recurrencia a lo emocional para cortar el ejercicio racional. Las estrategias del poder es algo que los venezolanos vivimos a diario sin que medie una comprensión de sus alcance. Así de nuevo con Foucault al aseverar que más que el poder el objeto de estudio es el sujeto, el manipulado, e ir a los objetos banales y verificar sus relaciones.

Alguien que ha profundizado en el tema ha sido Peter Schröder (“Estrategias políticas”, Fundación Friedrich Naumann / OEA 2004), desde su vieja condición de asesor de campañas hasta su transformación en un exponente de sus tesis aplicadas. No mencionamos a Schröder como un manipulador totalitario, sino como un simple ejemplo de la complejidad del trazado de estrategias para la obtención del poder, lo cual no significa que el tema sea novedoso, más bien antiguo desde que la condición humana se planteó una jerarquización que condujese a la obtención de voluntades.
Quizás sea más interesante recurrir al psicoanálisis por aquello de buscarse una respuesta ante el dolor de existir uno donde aparece la política que pretende elevar al sujeto en el territorio de una satisfacción de influjo simbólico que termina en un real inmutable, puesto que para el psicoanálisis la política siempre se ejerce por y para la subjetividades, lo que lo lleva a una desconfianza definitiva del campo político por su condición de semblante, uno que se basa en la represión de la verdad y en hacer pasar sus invenciones como la verdad misma. De aquí podemos concluir que todo discurso del amo del poder está en el territorio de lo inconsciente, al constituir un saber que no se sabe, lo que significa lo que hemos repetido: la verdad del discurso impuesto, lo que conlleva a algo peor, si se quiere: cuando la ideología totalitaria encuentra su límite culpa y penaliza a aquellos que no se identifican con ella. El esloveno Žižek habla de cómo la ideología política sólo puede construirse mediante el fantasma de la fantasía, una que no es otra cosa que un argumento que llena una imposibilidad, es decir, como una representación, lo que nos lleva a la política y al poder como espectáculo.

Hay un ritual degenerativo en la política en general y en el ejercicio del poder en lo particular, especialmente en este último que se ejerce por cadenas radioeléctricas, conmemoraciones casi diarias de actos o palabras del caudillo, en ceremonias, inauguraciones o en anuncios repetidos o en muestras de cómo se manifiesta en respeto a la voluntad de los gobernados. El poder es ahora una dimensión simbólica del ritual, uno donde se ha sembrado la supervivencia y la incertidumbre sobre el futuro.
Guy Debord (“La sociedad del espectáculo”) desde el ya lejano año de 1967 nos explicó como esta escenificación establecía una modificación ante la cual la ignorancia no tenía nada que decir. El espectáculo como poder unitario y centralizador, pues permite y desautoriza y él mismo se hace realidad. Es cierto que la práctica del ritual y de la representación no es novedosa en regímenes de poder totalitario, como quedó demostrado ampliamente en el siglo XX, pero la reaparición de sus prácticas en el siglo XXI, con modalidades y usos tecnológicos propios de los tiempos,  obliga a mirar el concepto de poder, especialmente en esta república experimental, con ojos que ya lo sacan del territorio de la ciencia política para colocarlo en otros muy diversos, tal como lo hemos intentado.
              




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