Dos notas sobre la novela “En agonía” (2005)

Sobre “En agonía”
Por Rivera Westerberg*

Entendemos por agonía la última lucha del cuerpo –y quizá del alma– por sobrevivir; creemos que al morir repasamos la vida en ese infinitesimal instante del salto sin regreso; creemos que al otro lado o no hay nada o nos espera otra cosa, semejante –pero mejor– que la vida vivida; creemos en premios y castigos; creemos en la disolución o en la resurrección. Pero no sabemos si los dioses ocupan los vastos imperios de la muerte.
La agonía de TLM es de otro jaez, tiene otras cualidades; es la voz de un intelectual que impreca –esto es: que desea un mal o daño– desde el exilio interior a lo que resulte responsable de ese exilio. En agonía es por tanto una novela moral recubierta –inevitablemente– de reflexiones culturales, filosóficas y políticas. Es probable que sea su mejor libro y es muy posible que sea el menos comprendido.

Y debe ser así porque es un libro escrito a contrapelo de un tiempo y una circunstancia. Equivocarán quienes lo aprecien como obra de oposición directa al gobierno de Hugo Chávez y lo que éste encarna. López Meléndez va más allá de la circunstancia: está en contra del sentido mismo de nuestro "hoy" cultural, político, social: pastel relleno de aire y azúcares impalpables que dejará detrás de sí el hedor de la podredumbre inútil.

"El narrador sueña (...)"– ¿Y tú, escritor, ¿con quién o con qué sueñas?"–Váyanse al mismísimo carajo –les respondí como era obvio."Todos despertaron al unísono del sueño".

Pero En agonía es también la última defensa del humanismo, revela un espíritu kamikaze curtido y cansado de los milagros que le han salvado la vida, y se la juega otra vez. Ante semejante espíritu ¿de que vale ponderar el dominio técnico de los materiales literarios de que TLM hace gala –por lo demás evidenciado en su novela anterior El indeterminado de cabeza de bronce–.

La despiadada, solitaria mirada a su época, presente en narraciones como Selinunte, El efímero paso de la eternidad, La forma del mundo –en las que entremezcla pasado y futuro al modo de la gran novela filosófica en clave de ciencia-ficción– se ha convertido ahora con En agonía en el último batir de un tambor de guerra, que quisiera –empero– ser flauta dulce para seguir el ritmo de la libertad no enajenada de la criatura humana.

* Escritor y periodista chileno www.pieldeleopardo.com

“En agonía”
por Luis Benítez


I. Esa peligrosa tentación de rescribir la realidad

Para todo autor, existe en algún momento de su carrera una tentación, que es la de acercarse a lo real circundante no empleando el telescopio que permite ver y mostrar, consecuentemente, lo macro; la instancia a la que nos referimos atiende al empleo del microscopio, a separar y exhibir las fibras del organismo de la realidad ambiente, aquel contesto donde el autor de las ficciones que ya conocemos y apreciamos se muestra mucho más al desnudo, el textus donde los simulacros y las metáforas y las figuraciones ceden su lugar, dentro de la diégesis, a todo aquello que está inmediato, cercando con su presencia el libro de ficción. La circunstancia misma que habita el autor, su condición de creador y de hombre inmerso en la porción de historia que registran las periódicos que pasan por debajo de la puerta todos los días, la secuencia –no por real, menos fantástica- que contiene el extracto, la entrelínea leída en las noticias televisadas de una tarde que tiene la consistencia de las cosas que nos rodean, en vez de la etérea que proporciona la estrategia literaria a una dispositio planeada.

Para cada escritor, el ceder a esta tentación de permitirle a lo real ingresar por las puertas abiertas de la ficción conlleva distintos peligros. El primero de ellos es el caer en la crónica, el calco de lo que sucede fuera de los libros, en el registro de lo real –lo real es otra convención, desde luego, ya que no se accede nunca a “lo real” sino a lo real estipulado por sus códigos de representación en la cultura- permitiéndole a la representación que ocupe el espacio entero de la diégesis, transformando al texto literario en mera transposición del acontecimiento vivo, esto es, en una descripción, que no es más que uno solo de los recursos literarios, incapaz por sí solo de animar un textus. El resultado, paradójicamente, es que de algo vivo obtenemos algo muerto, inanimado, algo que no tiene valor literario pero tampoco valor como representación de lo real. Mucho más eficaz resulta, en su lugar, la misma crónica periodística –que registra secamente lo sucedido, sin pretensiones de querer obtener algo más que el traspaso de información del emisor al receptor, bien que mediatizada, no excesivamente deformante de su origen- o el artículo razonado, que extrae conclusiones de un hecho real, las analiza e interpreta, buscando poner a lo sucedido en contacto con la red de las causas y los efectos que lo origina y exhibiendo luego tanto los orígenes como las consecuencias de unos hechos dados.

El segundo peligro de este proceso consiste en la posibilidad de que el autor opte por ficcionalizar en exceso aquellos acontecimientos de los que se sirve, desfigurándolos hasta el extremo de que sus rasgos, aun los principales, no resulten reconocibles. Ello es bueno, desde luego, para la ficción, pro no cuando nos proponemos dar cuenta de fenómenos que no pueden quedar, en esa diégesis buscada, premeditada, como mero substractum del conjunto, sino que deben ser, en un delicado equilibrio, parte fundamental tanto del contenido como de la forma del textus. Esta es la tercera vía, pero según dónde se practique, puede significar un peligro, no literario, sino real, para el autor de esas palabras. Es factible que para los creadores en el Primer Mundo, ya no opere esta condición, dado que trabajan dentro de sistemas políticos lo suficientemente seguros como para que en ellos no representen una amenaza para el statu quo las palabras de un escritor; sin embargo, para aquellos que escribimos desde el Tercer Mundo, la condición de crítico de la realidad puede ser todavía muy peligrosa. Veamos por ejemplo, lo que sucedió con Salman Rushdie, en ocasión de la publicación de sus Versos Satánicos, que le valieron la condena a muerte por parte del régimen islámico iraní –una ordenanza que implica que cualquier musulmán no sólo tenía la obligación sino decididamente el deber de atentar exitosamente contra la vida del autor, allí donde lo encuentrara-; lo acontecido con escritores como Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Francisco Urondo o Rodolfo Santoro, en Argentina, todos ellos muertos por la dictadura militar por rebelarse contra el statu quo que se quería imponer tras el golpe militar acaecido en 1976; lo que sucede con los escritores cubanos disidentes, que soportan condiciones infrahumanas de detención en las cárceles de Fidel Castro; lo soportado por intelectuales como el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, quien salvó su vida huyendo de su país y de los esbirros del general Alfredo Stroessner; lo que le sucedió a la intelligenzia chilena, tras el golpe militar del general Augusto Pinochet; lo soportado por los intelectuales sudafricanos de las etnias locales durante la vigencia del apartheid; inclusive, en este último caso, la adhesión a la causa de los marginados por razones raciales –que siempre serán políticas- deparó más que muy malos momentos a escritores de raza blanca y notorio prestigio internacional, como la Premio Nobel Nadie Gordimer. Es que la oposición a un régimen, con sus graduaciones, desde luego, según cada país y su circunstancia, produce por igual confrontación con el statu quo para los denunciantes como para sus simpatizantes. Si se es un intelectual de piel blanca, en un país donde los autores de piel negra son perseguidos por esta última estúpida razón, que encubre otra muy bien razonada e implementada razón política y en el fondo claramente económica, ya que el sustento de todas las razones políticas son las económicas, inmediatamente nos transformamos en “un negro”.

Teódulo López Meléndez lo que muestra en su novela En agonía es la vida de “un negro”, alguien que se vuelto tal en un contexto donde todos se van transformando en “blancos”, para el régimen imperante. Leonardo, el escritor que se margina porque está antes de aceptar esta condición, efectivamente marginado, es un punto negro, quizá el último, en un conjunto que va progresivamente adoptado el color uniforme de lo blanco, donde las identidades ya no son perceptibles, sino que, homogeneizadas en la aceptación de los valores y la imago mundi impuesta por un régimen, se vuelve repetidoras del mismo mensaje, trasmitido más o menos sin alteraciones, si reelaboraciones individuales. Es el canon que ya conocemos: el creador vale y pesa en tanto y en cuanto acepta su condición de no creador, de simple trasmisor del mensaje querido por la figura de poder, que tiene una estrategia para el mundo de la cultura como la tiene para cualquier otra forma de elaborar simbólicamente la realidad. El creador de ficciones, como fabricante privilegiado de bienes simbólicos, no puede quedar exento de esta tutela celosa: debe acatar lo dictado como imagen pública de la realidad, del mismo modo que lo hacen sus pragmáticos ex colegas, o se convertirá en un punto señalable, un negro, en la extensión blanca y homogénea de la intelligenzia a la que aspira un régimen autoritario, con los peligros que entraña esa situación. Mostrar la fisura que se ve como evidente entre lo real y el discurso sobre lo real elegido a su conveniencia por los creadores del statu quo, adquiere distintas categorías de peligro según la circunstancia y el grado de totalitarismo desplegado por el poder. Cuando el poder e siente suficientemente seguro y, fundamentalmente, en base a ello, está en condiciones de despreciar lo suficiente a los creadores de bienes simbólicos –como el Leonardo de En agonía lo es- pude optar, en vez de la amenaza permanente de su vida o la simple eliminación física del negro, por su reclusión. Esta reclusión se pude efectuar de dos maneras: podemos llamarla “a lo Wilde” o “a lo Pavese”. Difícil saber cuál es más efectivamente cruel, pues la idea es destruir al negro no desde afuera, sino desde adentro. Anularlo, depende de las prerrogativas del poder y también, como queda dicho, de si se puede o no dar el lujo de estas sutilezas.

El método para suprimir creadores de bienes simbólicos no compatibles con un régimen, en su variante “a lo Wilde”, consiste en vituperarlo públicamente, rebajarlo a la condición de indigno de los valores aceptados por la comunidad, mostrarlo como un corruptor de las sanas conciencias y encarcelarlo, a fin de que en contacto con la otros transgresores de las normas sociales provenientes de condiciones socio-económicas radicalmente distintas, quede expuesto ante la comunidad como algo no similar, como lo era antes en su papel de negro, sino como alguien en un todo igual a “la escoria, la inmundicia, la hez de la sociedad”, no ya un cuestionador, sino una faceta de la posibilidad de ser humano en una comunidad dada, de la cual esa comunidad y la conciencia pública, puedan desprenderse con mucha mayor comodidad. Se trata de basura que, lógicamente, el poder dirá que aloja entre la basura que es igual. Tal el caso de Oscar Wilde, que tras su célebre proceso, fue convenientemente alojado por la sociedad victoriana en la cárcel de Reading, no para que escribiera el De Profundis, definitivamente, sino para que fuera olvidado y además, palpablemente, para que con la convivencia concreta con delincuentes y criminales olvidara su misma condición, su identidad como creador de valores simbólicos, esto es, su identidad misma. No es casual que Wilde, cuando finalmente salió de Reading, se exilara –se volviera un extraño en un sitio extraño- cambiara su nombre y su apellido por otros: el borracho desaliñado, el depresivo severo que llevó a tal extremo el acatamiento de la orden de autodestruirse que se murió de una infección ótica que alcanzó el cerebro por falta de los cuidados mínimos. Sebastian Melmoth (1), no podía ser una mejor antítesis del fulgurante autor de los éxitos teatrales que sacudían el Londres finisecular, el atildado, pujante y lujoso confrontador de la sociedad inglesa que era Oscar Wilde en su momento de esplendor.

El método “a lo Pavese” implica otros refinamientos: se trata también de destruir al autor original pero no obrando a escala de su presentación pública como un simple guiñapo, todo lo que ha quedado de un gran hombre. El método hace hincapié en la degradación, también, pero reducida a una escala individual, íntima. Los esbirros de Mussolini que asesinaron a golpes en la cabeza a Leone Ginzburg y otros intelectuales –el método favorito de los fascistas para eliminar opositores, tomándose tiempo entre golpe y golpe, a fin de prolongar el sufrimiento de sus víctimas- le asignaron a Cesare Pavese, miembro secundario del mismo círculo de Ginzburg, otra delicadeza, no menos efectiva. Tomaron en cuenta que Pavese era un refinado turinés, un hombre atravesado por su conocimiento de la cultura clásica de su país, un dilettante, para la bárbara noción de esos agentes del statu quo italiano del momento, y lo que hicieron fue confinarlo por años en una isla de Sicilia, rodeado de gentes naturalmente hostiles a los valores que representaba Pavese, fascistas convencidos no por la razón ni la conveniencia de intereses, como en buena parte del resto de Italia, sino por algo más primario y visceral, por la emoción, que siempre será la mejor aliada de los regímenes totalitarios. Además, Pavese tenía absolutamente prohibida la posesión de papel y lápiz y, desde luego, de libros que pudieran recordarle quién era o, aunque sea, quién había sido. Parece un destino más clemente que el de Ginzburg y sus otros desgraciados seguidores, pero si leemos las cartas de Pavese referentes a ese período de su exilio en Sicilia y si consideramos que terminó suicidándose pocos años después, en los 50, comprenderemos que no.

Se objetará que estas bestialidades sucedieron hace ya mucho, que sus remanentes –para algunos distraídos en cuanto a la peligrosa situación del intelectual es así- van en camino de disolverse en la historia contemporánea, por una franca evolución de los diferentes tipos de sociedades posibles en el siglo XXI, al menos en Occidente (2), pero a poco que examinemos la realidad de nuestro tiempo, la figura atormentada de Leonardo, que en la novela En agonía se muestra como alguien situado más allá de una diégesis literaria, se torna en algo muy real, vigente y repetido dentro y fuera de América latina, aunque el trayecto cultural de nuestras sociedades muestren otros iconos y otras afirmaciones que nos puedan ocultar, siquiera de momento, el verdadero signo de las propuestas totalizantes, que no tienen margen para disidentes, descontentos y mucho menos cuestionadores como Leonardo (3).

NOTAS
(1) Es también un homenaje de Wilde a la memoria de Charles Robert Maturin, escritor gótico del siglo XIX, cuya obra maestra es “Melmoth, el Errabundo”.

(2) “[El posmodernismo] No consiste en demostrar que el juego puede realizarse sin un objeto, que el juego es puesto en marcha por una ausencia central, sino en exhibir directamente el objeto, permitiéndole que haga visible su propio carácter indiferente y arbitrario. El mismo objeto puede funcionar sucesivamente como un desecho repulsivo y como una aparición carismática y sublime: la diferencia, estrictamente estructural, no tiene que ver con las propiedades efectivas del objeto, sino sólo con su lugar en el orden simbólico.”
Zizek, Slavoj: El Obsceno Objeto de la Posmodernidad, en Mirando al Sesgo, Una Introducción a Jacques Lacan a Través de la Cultura Popular. Ed. Paidós, Buenos Aires, Argentina, 2002.

(3) “En otras palabras, lo que Zenón excluye es la dimensión del fantasma, en cuanto que, en la teoría lacaniana, el fantasma designa la relación “imposible” del sujeto con a, el objeto causa de su deseo. El fantasma es usualmente concebido como un guión que realiza el deseo del sujeto. Esta definición elemental es perfecta, con la condición de que la tomemos literalmente: lo que el fantasma monta no es una escena en la cual nuestro deseo es totalmente satisfecho, sino que, por el contrario, esa escena realiza, representa el deseo como tal. La idea fundamental del psicoanálisis es que el deseo no es algo dado de antemano, sino algo que se debe construir, y el papel del fantasma consiste precisamente en proporcionar las coordenadas del deseo del sujeto, especificar su objeto, situar la posición que el sujeto asume. Sólo a través del fantasma se constituye el sujeto como deseante: a través del fantasma aprendemos a desear.”
Zizek, Slavoj: Desde la Realidad a lo Real, en Mirando al Sesgo, Una Introducción a Jacques Lacan a Través de la Cultura Popular. Ed. Paidós, Buenos Aires, Argentina, 2002.

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